El México propio: vida e historia (X)

El día que despertó la voluntad

El paso de la niñez a la pubertad y su adolescencia, representa un periodo en el tiempo de vida del ser humano que se cuestiona sobre su rol en la sociedad, se auto conoce y de ello construye una identidad, por tanto, también simboliza un momento de resignificación de lo que es el yo y el nosotros.

De los 2000 al 2005 fueron para mí, días llenos de explosión de contrastes, en que el mundo me mostraba pedazos del paisaje, distintos, pero a la vez parte del mismo lienzo, donde, como toda clase media de ese periodo con unos padres que procuraron dar todo a sus hijos, me empapé del espectro cultural mexicano. Igualmente, por el empleo de mi padre visité varias entidades de la república mexicana, conversando con personas de mundos diferentes al mío, comprendiendo que el pueblo es un mosaico de mil colores.

Aprovechando el discurso, debo agregar que hay una errónea interpretación de quién es el pueblo, en que, en el argot convencional principalmente partidista, se desprecia unos y se acepta a otros, cuando para estas cosas, comenzar a dividir generará tropiezos dimensionales distanciándonos de la verdad humanizante. Por dar una probada del punto:

¿Qué pobreza será peor, la de campo o ciudad?, en el campo, se carece de ciertos lujos, y en nuestro país, se encuentra las ironías de sí hallar coca-cola más no agua, y tener que comprar los productos electrónicos más caros que en la capital, sin embargo, si se pasa hambre, es más común tener un lugar donde descansar sin pagar rentas y del mismo campo poder alimentarse, austero, pero con lo básico; -ojo, cosa distinta a la pobreza extrema-, mientras que la pobreza de la ciudad, no tendrá con facilidad comida al alcance de su mano a pesar de verlo todos los días frente a sus ojos, en donde igualmente el profesionista promedio vive de rentas sin vivienda propia, expuesto en una selva de asfalto en que es fácil caer contrastando todos los días la desigualdad latente.

Entonces ¿qué es peor o mejor?: Ambas son igual.

De la misma forma sucede esa categorización de qué es peor o mejor en denostar a la clase media, en la cual, normalmente el caso encuadra en que venía de clase baja y no puede (aún o nunca) llegar a alta, y es la que más percibe por ese status intermedio, las buenas o malas decisiones políticas y macroeconómicas. Vaya, es ahí justamente el sitio en que se mide el desarrollo de una nación para el bienestar de su población o simplemente se convierte en un círculo vicioso clientelar y alimentador de las desigualdades.

Retornando al punto, en mi familia fuimos clase media por lo que sufrimos la política, y, por tanto, en este primer periodo entre mi niñez y pubertad, estuvo llena de oportunidades que pasaban por mis ojos, pero, al mismo tiempo, día a día, observaba de mis padres las dificultades de mantener ese modo de vida, teniendo cambios constantes y limitaciones del acceso a estos viajes, muebles y vaya, condiciones de vida.

En contraposición, no se si por inercia o permanencia, aumentaba en esa etapa, la insistencia en participar en los asuntos públicos del país como ciudadanos proactivos. Ahí va una lista general: fuimos parte de la lucha por la alternancia en el país en el 2000, hicimos protestas para erradicar los transgénicos, tuvimos disputas con autoridades educativas por la mala calidad de enseñanza y el abuso del poder, y finalmente participamos en el movimiento que finalizó con un plantón, yendo de una en una a todas las marchas y mítines capitalinos.

Claro, como joven, al inicio se daba por inercia, pero con una ligera percepción de que algo bueno se estaba haciendo y que, para eso se debía luchar y hacer valer la voz. Ya para una edad más avanzada, comprendiendo su valor, me dediqué a observar y escuchar.

Es irónico, porque como una niña y puberta, me acuerdo de todas esas figuras públicas que ahora coincidimos en otra posición, en que, a mi joven edad, los saludaba, a veces preguntaba, pero principalmente, los miraba con detenimiento desde cierta distancia, escuchando todo lo que decían y comprendiendo sus comportamientos que ahora me son entendibles y útiles, además, sin ser modesta, con la ventaja de que ellos, apenas me están conociendo.

Así fue esa vida, vista a mis ojos como el tiempo del descubrimiento de ideales y realidades, que, para mi caso personal, de la mano de contar con el círculo familiar y educativo, tuve una guía que me llevaría a definir mi voluntad en este mundo hasta la actualidad.

Sucede que en una de las muchas casas que me tocó vivir, en primero de secundaria, me tocó ser vecina de una librería en la esquina de la calle, en que cada vez que pasaba de regreso de la escuela, veía desde su venta a una señora leer o veces reunida con jóvenes o adultos, pareciendo que daba un sermón, quizá, interesante.

Así me la pasé casi un año, observando, hasta que un día simplemente me salí de la casa, ignoré que tenía tarea y me fui directo a esa misteriosa librería.

Recuerdo muy bien, que entré y ver a aquella señora que a la distancia me miraba. Nos dimos un saludo con los ojos sin tocar palabra alguna. Saqué algunos libros, los observé, luego otros más, yéndome por los de historia, política, religión y simbolismos.

Creo me quedé una hora así, hasta que, con destreza, aquella señora se me acercó y recuerdo bien sus primeras palabras: – ¿para qué quieres leer eso?, porque esa es la pregunta que nos debemos hacer de todo-, yo me reí porque se me hizo muy de obra la escena en que me encontraba y después le pedí disculpas, diciéndole que simplemente andaba viendo y me gustaba los temas que veía.

Con esto, ella me respondió que no todos los días se ve a una jovencita metida en las librerías y menos de esos temas y que, si ha llegado a encontrar, pocas veces saben qué hacer con lo que tienen en sus manos. Ante esas palabras, me ofendí en silencio, pero probablemente se me notó porque inmediatamente la señora trató de ambientar su discurso con un poco de propuestas de otros títulos que pudieran ser de interés.

Aún así al final, le dije que no sabía qué hacer con tales títulos, si era evidente que si supiera no estaría para empezar ahí. Ella se rio y después invitó a que fuera más seguido presentándose conmigo como Alma Rosa, una señora mitad alemana que había hecho de todo en su vida en el mundo cultural e intelectual de México, y yo presentándome con ella como solo Dora.

A partir de ahí, la visité en varias ocasiones, dos o tres veces por semana, me pasaba horas conversando y también con los visitantes que tenía, tanto jóvenes universitarios como viejos en gran parte intelectuales que estaban metidos en variadas profesiones y espacios de la vida pública nacional e internacional, de quienes me empapé de sus propias experiencias.

Como era mi costumbre, terminé haciendo amistad con ellos, jóvenes y viejos, preguntando de todo y haciéndome de un círculo que me resultaba más interesante que solo la escuela, del que también me divertía, pero no había algo más nuevo que las mismas reglas de poder encajar y no ser comidos, con amistades y entretenimiento, acostumbrada nuevamente a ser sociable y disruptiva, sin llegar tan a fondo en los vínculos.

Sí, fue en ese pequeño espacio en que comprendí qué era una hermandad, igualmente, que no había únicas verdades, sobre lo absurda que era la soberbia y principalmente, fue el sitio en que comprendí cuál era mi voluntad en este mundo, a lo que me dedicaría sin saber cómo sería el camino.

Eso se dio en un día lluvioso, cerca de mi cumpleaños, en que Alma Rosa me dijo que cerrara los ojos y pensara como me veía en unos años y más allá de eso, que sabiendo que crecería y algún día me vería igual de vieja que ella, cómo deseaba que me recordara el mundo. Para ese segundo, solo respondí que quería ser valorada como alguien que dejó mejor las cosas de como las encontró (frase scout totalmente plagiada porque también fui de esa comunidad), sin embargo, regresando a mi casa, pensé mucho en ello.

Fue tanta la obsesión que me encerré todo el fin de semana, en que mis padres y hermano,  solo creían que andaba de mal humor o un bicho raro me había picado, hasta que comprendí la respuesta: mi satisfacción más grande no radicaba en ser multimillonaria, pisar la luna o ser una gran artista, (claro no diré que no a intentarlo) sino que se encontraba en que una vez dejara mi último suspiro en este mundo, supiera que había dejado algo mejor para la mayor gente posible de México y del mundo, y para mi ego personal, que supiera que si moría quedaría en la historia de la humanidad, -escrita y oficial para que no haya pierde-, como alguien que hizo las cosas distintas e imposibles para un bien mayor.

Así que, a partir de mis 14 años de edad, me hice el compromiso de concentrar toda mi fuerza, mente y tiempo a construir ese camino y ese escenario aun borroso y prepararme lo más posible. Después, muchos años después, sabría que, sin temor, estaba en la política el medio para alcanzarlo.

Alma Rosa fue mi primera maestra de vida, ahora lejos de este mundo, de la que partió verdaderas y verdaderos hermanos ahora dispersos en muchos sitios y también, el puente para conocer a otro maestro, Benjamín Laureano, de quien platicaré en capítulos consiguientes.

Era de un corazón puro, amante de la naturaleza, de las juventudes sin frenos pero con dirección, y de los hombres y mujeres que daban todo por su país y comunidad. De ella y sus conocidos, supe conducir mi identidad, dejar atrás lo que no lleva a nada y nunca perder la mirada del objeto con “los pies puestos en la tierra, los ojos en las estrellas y bajando la rodilla al suelo para no olvidar lo que somos».

A más de una persona nos cambió la vida, y es por ella también que no dejaré de luchar, ustedes tampoco lo hagan, porque nunca saben quien dio todo por ustedes y a quienes les están ustedes cambiando su vida. Abrazos.

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