Niñez sintética
¿Cuántos recuerdos podemos mantener de nuestra niñez? Y ¿Cuántos de ellos preservan la solidez ahora vista desde la adultez?
Los primeros años de vida y propiamente la infancia representan según Gastón Bachelard en su poética, una etapa llena de ensoñación, y ¿qué significa eso? Representa la interacción de la vida sólida con la imaginación, vista en aquellos momentos lúdicos en que aparentaban por ejemplo que el suelo era lava para brincar de cojín en cojín o una vez escuchando un cuento, escenificarlo, con tan solo un palo de madera y una piedra en las manos.
Y de acuerdo al mismo autor, es precisamente la ensoñación la cura de todos los males humanos y la habilidad que debiera mantenerse hasta la vejez para reconstruir el mundo y verdaderamente conocernos como individuos potenciales.
Eso ha sido los primeros años para todos nosotros, un tiempo intercambiado entre un mundo reconstruido en nosotros mismos y el que se da socialmente con casas y cuartos de ladrillos, momento en que, por esa misma inercia, define más del 70% de nuestra personalidad consciente o muchas veces subconsciente (no con esto diciendo que estamos condenados a la incompletitud por lo del pasado). He ahí la importancia de valorar la educación de la primera infancia para armonizar el resto de la vida de una nación.
Bueno, sin tanto rodeo, mi niñez estuvo llena de matices, que podría resumir en una sola palabra: “movimiento”.
Después de mi nacimiento casi no dado (ver el capítulo anterior), de cajón había un estado de alerta preestablecido en mis padres, quienes teniendo una hija recién nacida de piel blanca y ojos azules (ahora verdes), no dejaban de ser desconfiados y vaya que fue necesario, porque no debo negar que si hubo intentos de secuestro en una época que empezaba a soltarse esos demonios en los espacios públicos del país.
Y como buenos padres de una era que esperaba dar las mejores expectativas a su primera hija basados en el “sueño mexicano”, teniendo un hogar propio, aunque fuera rentado, un coche y buena educación para garantizar la movilidad de su estirpe, las cosas no salieron como se esperaba. Esa época de los noventas y la entrada del siglo XXI, ya no era el Estado de bienestar de sus padres, por tanto, los planes no salían como se suponía que debía ser: todo costaba más caro y más se iba dando una especia de ley de la selva aún vigente en nuestros días.
Así que mi vida, pasó por muchos domicilios, y más porque el trabajo de mi padre especializado en entrenamiento canino lo obligaba a tener casas con instalaciones amplias en vez de los típicos departamentos capitalinos, llevándonos un tiempo a salir de Benito Juárez, -con visitas semanales a la familia-, llegando al Ajusco, en un momento en que había una casa cada kilómetro en esas tierras.
Ahí estuve de mis dos años de edad a los cinco, en que, para mi juicio, estuvo lleno de magia, ensoñación y momentos espirituales, con una atracción especial por el bosque que estaba justo enfrente de nuestra casa compuesto de seres, sonidos y luces. En otro apartado no de esta columna contaré una que otra historia de esas extraterrestres y fantasmales.
Yo recuerdo eso con vaguedades, en que pasan escenarios de grandes reuniones familiares, escuchar pláticas de la vida política del país que en esa edad no comprendía; quejas de un lado y el otro, explicaciones de familiares o amigos de mis padres sobre la historia tradicional mexicana y los simbolismos ancestrales. Y para las noches, en mi cuarto viendo hipnóticamente a la ventana hacia ese bosque misterioso. Después me llegó un deseo de añoranza de tener un hermanito que me acompañara y expresando mi intención a mis padres (con nulo entendimiento de cómo se puede dar eso) llegó a mi vida.
Según los dichos de los tíos, comentaban que era una niña con exceso de energía, que preguntaba de todo y no paraba de hablar a veces solo entendida por mi madre, -ahora que saben que soy profesora dicen que casi se iba dar por obviedad-, en que me molestaba no hacer las cosas y una vez que traía algo en mente nada me lo quitaba, hasta, expresaban que, para aprender a caminar, con muchas caídas de cara y llorando, me seguía parando hasta que lo logré.
En mi versión de los recuerdos, solo caigo en cuenta que algo que amaba era hacerme de retos y aprender más del mundo en que había llegado y desconocía.
Por otro lado, considero, tuve una educación igualitaria, cosa que comprendí hasta años después (sumado a los errores que se tiene en todo lugar por ser, humanos), en que aprendí a llevar a cabo lo que supuestamente era de niñas y para niños: artes con favoritismo por la pintura, danza, deportes como la gimnasia olímpica y el escultismo, cuidado de la casa, mecánica y pensar en mi futuro profesional. No había límites en cuanto a conocer lo que era capaz, más sí una sólida formación de valores basados en el razonamiento, es decir, más que el no a secas, que podía estar en situaciones de riesgo como quemarme con el fuego, siempre venía después de ello, una explicación de por qué son ciertas reglas, tanto para el bien colectivo como individual.
Igualmente, supe escuchar a las dos partes de mi familia, una que había mantenido un status y renombre en la estructura y otra que con base al esfuerzo llegó a crecer en muchos casos más que los otros pero que veían con desdeño lo que traían los bien acomodados. Yo los oía y en mi percepción todavía infantil consideraba que querían lo mismo: vivir y mejorar, además, de quererlos por igual.
Desde esas fechas, ronda en mi cabeza sin solución específica pero sí un proyecto, como congregar a esos dos mundos que según yo veo son importantes por ser personas, pero que, para logar una grandeza del país, deberán pensar en nosotros sin excepciones.
Esto positivamente, me dio seguridad de mi persona y solidez en hacerme a mí misma, sin embargo, para mi niñez y adolescencia, en muchas ocasiones me generó dificultades con el entorno, compuesto de reglas de género muy idiosincráticas y un sistema que obligaba a no salir de la caja.
Casos de conflicto hubo, pero menciono dos resaltantes:
En el kínder que fui, a una hora de distancia de mi casa rodeado de neblina literalmente en un cerro, un día un chamaco me dijo que las niñas nunca les ganarían a los niños y yo le demostré que sí, a su coraje me empujo sin ver las escaleras (no era la única, ya iban dos niñas y un niño víctimas de él) y me rompió un diente (lo bueno que era de leche), a lo que le respondí con un puño en su rostro, ¿qué puedo decir? Mi padre me dijo que si un día alguien me quería secuestrar pataleara y sino pegara y solo lo usé en el caso.
Después de mudarnos del Ajusco, en la primaria, en una escuela privada controlada por una familia, el hijo de la directora y su mejor amiga, me tiraron mi suéter colgado, y lo pisoteó frente a la clase. Nadie hizo nada y hasta me dijeron que a todos se lo habían hecho y que no debía quejarme porque era “el hijo de la directora”. Ignorando eso, fui, tire el suyo y lo pise.
Para este caso, las cosas fueron peores, porque las autoridades se metieron, al grado que un día, la profesora de clase, por instrucciones de la directora, me exhibió públicamente ante el salón que yo era mala y que nunca lograría nada y después, del regreso del lunch se llevaron mi mochila con mis apuntes y dicha maestra dijo que si no había cuadernos entonces ¿cómo me podía calificar? Para lo que sin poder más y reprobada injustamente en un parcial, intervinieron mis padres quienes agradecida estoy, me defendieron.
Ahí comprendí lo mal que puede conducirse una institución y sus integrantes si la cabeza lo usa para algo indebido y lo frágil que es la sociedad donde muchos por temor o inercia, alimentan las malas prácticas.
Terminamos saliendo de esa primaria y para mi sorpresa, en mi sexto de primaria ya en otra escuela, coincidí con mis antiguos compañeros estando como concursante de una competencia en nuestras instalaciones -y que gané-, en que resulta que, una vez ausente, la directora les dijo a los padres de familia que me sacaron de su institución porque me diagnosticaron retraso mental y que me metieron a una escuela especial (y no fui el único caso inventado, porque a un amigo lo expulsaron a pesar de perder la oreja o una niña antes de mí en silla de ruedas la denostaron de no tener capacidades mentales, ambos defendidos por mí y odiada nuevamente por el colectivo). El sapo que debieron tragarse después ¿verdad? Sin afán de nada, pero, acostumbrada estoy a la calumnia como método ante alguien que lucha por las causas justas, bueno, tamaño petit en este caso.
También, debo decir, que, a pesar de normalmente ser sociable y recurrente de hacerle de organizadora de actividades, en lo personal, en esa etapa, apreciaba más la convivencia sobre todo con los viejos a quienes les preguntaba de conocimientos técnicos o de la vida.
Uno de mis grandes amigos que no eran de mi edad, era un conserje que tenía su propio taller detrás de la escuela con un caimán cachorro disecado, el cual, un día, cansada de los mismos juegos, me desaparecí y encontré ese sitio. Ahí andaba el viejo, lijando una pieza de madera, solo, cantando. Lo vi, me vio y lo primero que pregunté era porqué tenía eso ahí, para lo que me contó que venía de Chiapas, de una zona selvática que abundaban y que era el mejor recuerdo que mantenía de ahí, después le pregunté porque se había ido y me expresó: por hambre.
Para mí no era ajeno, repito, parte de mi familia salió por eso de Michoacán, pero, estaba descubriendo que era más común de lo pensado en otros rincones del país y que nada de eso se decía en la televisión o los libros de primaria.
A partir de esa fecha, en mi quinto grado, pase mis dos años visitándolo casi diario para compartir el lunch, escuchando sus historias, aventuras, cosas de vida y reflexiones.
Algo en mí siempre me llevó a estar más con las personas que con las ideas o la banalidad, cosa que en mi secundaria y preparatoria fue madurando, pero queda ya para el próximo miércoles.
Les mando un abrazo incluyendo a todas y todos aquellos que fueron parte de esa etapa, a los que espero algún día volver a encontrar.
Capítulo anterior: