El México propio: vida e historia (IV)

La familia del esfuerzo

Nada fue de a gratis. Como todas las familias mexicanas, salían todas las mañanas a buscar el pan de cada día, con duro esfuerzo, jornadas intensas, a veces con buenos días, otros más no tanto, pero siempre sabiendo que, al regresar, no solo traerían el sustento a sus bocas, sino a sus hijas e hijos que poco a poco verían crecer y convertirse en algo único e irrepetible, a sabiendas que, aunque dejaran este mundo, su recuerdo sería eterno en las generaciones venideras.

Así era la familia Ayala Romero, compuesta de un padre llamado David que era capitán de meseros y una madre de nombre Dora que había sido ama de llaves del hotel más resaltante del Distrito Federal, El Prado, con siete hijos que con variadas historias nunca dejaron los principios esenciales de su casa. En pocas palabras, juntos pero revueltos.

David, que era oaxaqueño de piel morena, cabello y ojos oscuro y rasgos atractivamente varoniles, y Dora, michoacana de piel blanca como la nieve, ojos verdes y finos rasgos, entre sus muchas diferencias, seguramente después de la atracción visual, coincidieron prontamente en su sentido de ver la vida: personas que dejaron todo atrás, sin la oportunidad de los estudios y las comodidades, migraron y con base al propio esfuerzo se abrieron camino en la vida.

Quisiera pensar, que también las diferencias los unió más, como en los polos de un imán, porque mi abuelo era alguien de la razón, políglota y de escepticismo religioso más no espiritual, mientras que mi abuela era de un gran corazón que daba ciegamente y una profunda fe por Dios. Quiero imaginar que, entre esas contrariedades, en una especie de dialéctica y concesión (quizá más de mi abuelo), terminaban inventando locura y media.

La primera de ellas, fue el milagro de ganar la lotería (de la que ya hablé en capítulos anteriores), -ya imagino la escena en el jardín del hotel, David con una rodilla en el suelo pidiendo a Dora que hicieran vida juntos y ella contestando que “si Dios lo deseaba”, solo a manera de reto, contestando (quizá sarcásticamente) el que se llevaría el premio mayor-. O eso pensé el día que visité El Prado, construyendo la escena entre risas y aventuras novelescas.

Como dato curioso, uno de mis maestros de política internacional y creyente también de mis locuras (como crear una editorial de la nada), Halyve, un día en una caminata por el centro que a más de uno siempre les causa extrañeza y nos voltean a ver (él es mitad hindú nacido guerrerense como un Gandhi con cabello y vestimentas extrañas urbanas, y bueno, yo güerilla con mis típicos sacos largos), me contó que él fue botones en el hotel El Prado en las mismas fechas que trabajó mi abuelo y que al parecer ambos se encontraron en más de una ocasión, inclusive conocieron a Oppenheimer el día que vino con su esposa y niña chiquita, quienes, por coincidencias de la vida, fueron grandes letrados a pesar de las adversidades. Ya contaré más de mi maestro de cabecera en muchos capítulos de avanzada.

Pero regresando al punto, de ahí, consiguieron un departamento en Benito Juárez donde vivieron gran parte de su vida y se vino de paso una multitud de emprendimientos, creaciones científicas y formas de hacer vida. Recordando la lista: pusieron un restaurante-cafetería, una marisquería, una salchichería, una zapatería, una tienda de abarrotes, pero también, inventaron el microdyn y la plata coloidal (no es lo mismo, pero es igual), e incursionaron en el catolicismo, los testigos de Jehová (mi mamá decía que luego los llevaban a sermones de horas que inclusive una vez se quedó dormida con los ojos abiertos) y el cristianismo, además de los remedios caseros para los mil problemas. Y los siete hijos (como normalmente sucede), eran los conejillos de indias de todas las nuevas etapas experimentales familiares.

Según lo que me ha expresado mis tíos de la vida familiar del día a día se daba con una rutina poco común, puesto con nuevos ingredientes surgidos todo el tiempo de tener a nueve personas o más (porque no faltaba el hospedaje de parientes, migrantes y claro, animales) en un solo departamento. Aquí más o menos el show en referencia:

“En las mañanas todos se levantaban para salir al trabajo y a la escuela, algunos despertaban a otros que no querían salir de su cama, siempre con uno que otro quejante que había amanecido bravo u otro más que se sentía ofendido de no encontrar sus cosas en su lugar. Cada uno se iba a la mesa para desayunar a veces licuados de carne (es enserio) o un platillo de dos servidas, para después ir corriendo a su trabajo o escuela. Al regreso (si no pasaba una eventualidad escolar o de otro tipo surgida de la más rara historia) por medio de largas caminatas, en que los más grandes ya tenían su agenda de socialité de futbol en el parque Cri-cri, SCOP, Acacias u otro que pareciera interesante o disque reuniones para estudiar, llegaban a casa para comer o cenar, en que por regla casi religiosa se debían adentrar a la lectura y claro, ayudar a la mamá en el quehacer y la atención de los visitantes y mascotas (no podían faltar) y a papá a pasar los discos del CD de cara para que en el baño o donde estuviera siguiera aprendiendo el idioma de la temporada. Y si en aquel episodio había un negocio de nueva creación, tenían que turnarse en el despacho hasta anochecer. Y más vale no portarse mal porque siempre estaba la vara de la corrección que decía (literalmente) daba sabiduría”.

Qué decir de las temporadas vacacionales, era jornada completa en el negocio o distribuyendo hijos entre los parientes lejanos que necesitaban compañía. Claro, eso sucedió cuando más o menos todos estaban en la niñez y de pubertos, porque una vez adentrada la juventud y adultez, algunas aves migran.

Cada hija e hijo con sus muy particulares personalidades (como me decía mi madre, con tanto hermano había de donde escoger), lo que tenían en común, es que estudiaron y trabajaron, algunos con más flexibilidad que otros, pero en lo que se encomendaron, destacaron, mientras que en su vida complementaria siempre fueron de dar todo por su familia y ser conscientes de la vida política de su país, no por aspirar a algo, sino por deber cívico.

El primero de ellos, David, que heredó la excelencia del idioma inglés (por las exigencias de su padre) se dedicó al turismo y otras labores que le permitieron hacerse de un departamento cerca del antiguo edificio de la Secretaría de Comunicaciones y Transportes y fue el que se aventó el tiro por los hermanos para apoyar en los negocios familiares. Después, Héctor, hombre de gran orden mental, detallista a más no poder y metido sobre todo en las ingenierías del sector privado, siempre terminaba con cargos de mando por su capacidad mental. Por las edades ellos eran muy cercanos.

Más adelante, Jorge, el más outsider de todos (que le sacó canas más de una vez a mi abuela y que literalmente está vivo de milagro -contado más adelante-), optó por la ciencia política y fue un excelente servidor público de una empresa paraestatal (bueno, la más importante de México que no necesito decir), además de un gran escritor (hago la promoción: les recomiendo su libro de «Los cuatro principios del cristianismo», leer antes de juzgar). Manolo, quien heredó la virtud de la memoria fotográfica de mi abuelo, con una voz prominente y amplio conocimiento histórico, por mucho tiempo fue locutor (de un medio gubernamental público) e incursionó en más de una corriente de las artes con éxito, ¡ah!, y americanista de hueso colorado al punto de que prefiere creer que la luna es una nave y no que el América compró el juego (chiste familiar porque los hermanos les van a distintos partidos). Marisol, que también se dedicó al sector público, pero más sindical, siendo de base en diversas secretarías de Estado, fue con quien, a través de mis primos llegamos a convivir más porque somos los más cercanos en edades. Ellos eran otro grupo muy junto.

Para cerrar, la sexta, Dora Martha (obviamente mi madre, y sí, soy tercera generación del nombre), que se dedicó al sector privado por medio de la contabilidad pública, en que su carácter le terminaban dando las auditorías y el mando, pero que posteriormente apoyó en los negocios de mi familia. Y finalmente Miguel, quien vive con su esposo Alain, emprendieron sus propios negocios, viven en Venustiano Carranza y que los quiero mucho y les he aprendido tanto.

De ahí, salen una multitud de primos con los que hemos convivido y andan dispersos en muchos lados de México y otros países, siendo, por los más grandes, ya tía de muchas sobrinas y un sobrino, que me da gusto verlos cada vez que se hacen los encuentros de navidad y año nuevo.

Bueno, regresando a la familia Ayala Romero de aquellas épocas entre los cincuentas y ochentas, -periodos llenos de cambios como el movimiento estudiantil y las olimpiadas del 68 y el temblor de 1985 que frente a sus ojos vieron cómo se cayó el edificio de Teléfonos de México y pedazos del SCOP- rompieron esquemas, sobre todo en la forma de criar a una familia, porque educaron a mujeres y hombres que se cuestionaran la vida, entendieran de la vida pública del país y que tuvieran la libertad para creer y construir su propia personalidad, sin con eso, dejar su deber con sus seres queridos, los desamparados y el amor al Creador.

En resumidas palabras diré, que fueron una generación familiar creada a sí misma en tiempos del siglo de oro mexicano y el corte ante los grandes choques históricos de un PRI en declive que optaba por el uso de la fuerza, el clientelismo y por efecto, la convulsión social con una segunda oleada de movimientos laborales, estudiantiles y en búsqueda de alternancia, quienes años después verían la caída definitiva del peso (quien puede olvidar la lágrima del presidente y luego la desaparición de negocios en un pestañear) y de la movilidad generacional.

Por lo que sé, mi abuelo como padre fue duro en la enseñanza, disciplinado y nunca tenía descanso, en que le faltaba hijos para seguirle el paso, mientras que mi abuela, de madre, era firme (quién no lo sería con siete hijos), pero que, al fin y al cabo, siempre tenía algo que dar a los necesitados y ese altruismo debía replicarse por cada uno de los miembros de la familia.

Como todas las casas de aquella época (que podemos asimilar a la película de Roma que estaba a una delegación de distancia), la niñez hacía más vida afuera, en que las calles estaban llenas de vida e historias de juegos, aventuras y desventuras, pero muy extrañamente secuestros o vandalismos extremos que terminaban en muertes (por lo menos en Benito Juárez ha sido un sitio que ha resistido más en su seguridad a diferencia del resto del país y la ciudad). Era tierra de oportunidades, en que alguien casado con varios hijos, podían tener una casa o departamento, un trabajo, un coche y un negocito, logrando que sus seres queridos pudieran cumplir su sueño de que tuvieran estudios y una mejor vida. Eso era México.

Ahora camino por ahí en Benito Juárez, recordando las anécdotas de mis tíos, construyendo en escenario y preguntándome qué habrá sido de cada mujer y hombre que convivieron con mi familia, el cómo ha cambiado la vida, así como en una forma de hechizo, parece que tanto se dejó ahí, porque a pesar de las muchas veces que me he movido por otros lares, algo me regresa a esta alcaldía y es que no solo es la familia Ayala Romero, que desde abajo construyeron aquí, sino del lado de mi padre los González Covarrubias. Ya será algo que cuente en el siguiente capítulo.

Mientras tanto, lo prometido es deuda. ¿Creen en los milagros? Mi abuela, que parecía tenía un don para comunicarse y atraer a los animales, cuando ella dejaba su fe en algo, las cosas pasaban por sorpresa, como salir de un apuro económico o encontrar a alguien, pero, en su máxima expresión también salvó la vida de uno de sus hijos, Jorge:

“En un día común y corriente, de repente llegó una persona con el rostro alterado a avisar que Jorge había tenido un accidente, para lo que la familia completa salió a toda velocidad al hospital, donde el médico llegó con una noticia que dejó congelado a más de uno: -su hijo básicamente ha perdido la sangre de todo su cuerpo, no veo posibilidades que sobreviva-. Mi abuelo como científico implícito asumió la opinión del médico, manejando sus emociones para mantener en calma a la familia, sin embargo, mi abuela, que no podía aceptar que la batalla estaba perdida, optó por orar (construyo la frase): -Señor, nunca te he pedido nada, pero ahora esta sierva te pido por mi hijo, tú que eres capaz de regresar la vida y para ti nada es imposible, te lo pido y daré mi vida a ti porque se cumpla tu palabra-. Por lo que dice la familia que, en ese momento se fue la luz en el hospital y después al regresar, Jorge salió de repente del cuarto en sus mantos blancos de hospital, con la piel pálida y todavía tambaleante, para decir: -tengo hambre-. Para la sorpresa de todo el personal médico, después de darle un tentempié y revisar la condición interna, él tenía toda la sangre en el cuerpo, como si nada hubiese pasado y aceptar que una clase de milagro se había orquestado frente a sus ojos”.

Desde ahí mi tío Jorge ha sido un gran creyente de la espiritualidad y de lo que desafía la razón, sin dejar de lado su gran capacidad en la administración pública, dos cosas con las coincido con él, porque como ya contaré, también me tocó estar viva de milagro.

¿A poco no es interesante? Lo curioso es que de alguna forma todos hemos sido testigos de eso e igualmente, de venir de la lucha por un mejor futuro para nosotros y nuestros seres queridos. Es la virtud de nuestra tierra y nuestra herencia que siempre nos saca adelante.

Hagamos memoria lectores conocidos y desconocidos, porque esto se va poniendo más interesante y hagamos con la razón, el corazón y la fe.

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