Autor: Manuel Arduino Pavón.
Cuarto Capítulo de la novela corta: “Oscuro y Fantasmático”.
ERA NECESARIO TOMAR UNA DECISIÓN
Era necesario tomar una decisión. Ahora, no más tarde o nunca.
De regreso a la casa tomé la decisión, era algo de vida o muerte, algo que me provocaba un gran malestar, algo inquietante y confuso.
Entonces, extraje la pistola del morral y entré a la casa. Me dirigí a la cama sin mirar, sin apuntar, disparé; disparé hasta agotar la carga. Los estampidos me dieron vida.
Los había matado, los había matado metafísicamente. No quedaron ni los cuerpos, no había cadáveres, ni hombre pequeño, gordo y moribundo, ni pequeña mujer duende y vivaz. Había acabado con todo. Al menos con dos presencias insoportablemente insolentes.
-¿Y si se hubieran escuchado los disparos?- Temía que alguien hubiera escuchado mis disparos, que descubrieran mi crimen. Antes de que me pusiera en marcha otra vez, imaginé que me rodeaban cinco hombres vestidos de gris, como sombras funerarias: -Los mató, usted los mató-.
Yo no conservaba la pistola en la mano, no tenía nada en mis manos, así que les dije que buscaran en otra parte. Eso pareció serenarlos, al menos por esos minutos. Eran cinco paisanos robustos, barbados, olían a encierro, a humanidad, a tiempo.
-Algo ocurrió esta noche en el pueblo-.
Intenté explicarles lo del lobizón y del hombre pequeño y gordo, lo de su hija pequeña, pero, no quedaba nada de ellos. Imaginé que les decía con gran audacia que cuando falta la luna ocurren cosas muy oscuras, siniestras.
-Es cierto. La luna nueva mata todo lo que queda con vida-.
Nos sentamos a la mesa, los cinco paisanos y yo. Alguien extrajo una petaca con aguardiente y después una segunda de los bolsillos de su abrigo. Bebimos algo caliente y helado, era la noche interminable. Hablamos sin parar por un rato, aunque con cierta vaguedad.
-Hay un circo a cinco kilómetros de aquí. Hay hombres elefante, mujeres barbudas y otras aberraciones-.
-¿Quién podría imaginar semejantes atrocidades?-
-Hubo una vez un hombre que nació con un ojo en la frente-.
-¡Leyendas del campo y nada más!-
El aguardiente de la noche es un trago servicial, se acomoda al cuerpo, a las pérdidas de tiempo, a una reunión absurda.
Me llamó la atención que no me preguntaran ni una vez por el objeto de mi llegada al pueblo, después pensé que en el fondo yo tampoco me lo preguntaba. Huir es otro desierto, menos anguloso pero tan descastado como cualquier otro, huir de la abundancia, de las voces, de los olores, huir para ser exactamente lo que una nube puede ser: un poco de algo.
Eché un vistazo hacia la improvisada cama de paja; sin pedirles la venia me acomodé sobre ella y cerré los ojos; percibí el olor del tabaco. Ahora hablaban del lobizón.
-Ha de andar cerca, si es que ya no pasó por aquí-.
Pensé que la locura es contagiosa, como el resfrío, imaginé que pronto volvería a quedarme solo y eso me trajo paz, mucha paz. Los hombres reían.
No tenía mi pistola, nunca había tenido mi pistola, sólo las ganas y nada más. No sabía cómo hacer para quedarme sólo a templar la noche, así que imaginé que los cinco hombres grises se iban a buscar a su deidad, al lobizón, a las sombras miméticas allá afuera.
Así fue que, ya no percibí la red de alientos alcohólicos en el aire ni el humo de los cigarrillos. La casa estaba muda, había un abismo de silencio.
Cuando miré en dirección a la mesa me cercioré de que se hubieran marchado tal como habían aparecido: arrastrando con ellos las cosas sobre la mesa; porque en realidad provenían del vacío, del miedo.
Creador primero y postrero: el miedo, crear por crear, al menos crear algo más próximo a los deseos insatisfechos, crear un mundo sin memoria, sin forma ni nombre, crear la liberación.
Sólo que para la mente toda innovación se curva ante las nuevas sombras inevitablemente, ante las alondras y los andrajos; a veces, ante las ruinas circulares que desechan los hombres.
En esa noche interminable, el reloj dudosamente surcando la esfera. Perder el tiempo en la más sórdida soledad, la pompa y la circunstancia. Quise que todo comenzara de nuevo, todo.
La puerta se abrió y entró aquel hombre pequeño y gordo que antes había imaginado.
-En cualquier momento regresa el lobizón-.
Abrió otra botella de aguardiente que traía consigo, puso pan y queso en la mesa. Me arrimé, superada cierta desconfianza inicial y me senté a su lado. Lo oí rumorear cosas inconexas.
-¿Lo oye? ¿No lo oye? ¡Está muy cerca!-.
Pensé que se refería al lobizón.
Esta vez me adelanté y fui sobre la puerta. La abrí y ahí estaba la mujer pequeña y ligera del otro lado de la puerta abierta.
-No deben encontrarlo con nosotros. Es muy peligroso- me dijo la mujer y le dije que llevaba una pistola. Le mentí para darle o darme ánimo.
-Ellos son muy poderosos. Lo controlan todo-.
Pensé en mis obsesiones, siempre pensaba en ellas cuando advertía que los hechos volvían a ocurrir.
-No confíe en ellos- a secas lo expresó la dama.
Los tres nos sentamos a la mesa, bebimos lentamente y ella sólo comió pan.
-Sólo queda esperar– dijo el hombre gordo y pequeño.
Volví a recogerme sobre la cama de paja. Oía sus respiraciones, sus jadeos, cuchicheaban en voz baja, algo me ocultaban. Decidí no darles importancia.
Recordé que estaba solo, inmensamente solo, como un soldado ciego. Miré a la mesa por instinto; cuando me percaté, se habían ido, habían desaparecido, y mi mente se preguntaba por “ellos”: ¿Quiénes serían ellos? ¿De qué serían capaces? ¿Qué podrían hacerme si me atrapaban?
Estaba solo y en compañía de mis pensamientos, pero sabía que en alguna parte estaban ellos.
Capítulo 1: Lejos quedó la costa
Capítulo 2: Llegué al pueblo fantasma
Capítulo 3: Una Mujer Pequeña
Manuel Arduino Pavón
Twitter: @arduinopavn