Una Mujer Pequeña |Navegantes Literarios

Autor: Manuel Arduino Pavón.

Tercer capítulo de la novela corta: “Oscuro y Fantasmático”.

UNA MUJER PEQUEÑA

Una mujer pequeña, imaginé que era una mujer pequeña por su perfume; me recordaba el perfume de aquellas mujeres en la tienda de los turcos; en alguna parte, cuando era niño y adivinaba la pólvora que diseminaba el viento.

En esos momentos, esa mujer empujaban hacia dentro de la casa al pequeño hombre gordo con mucho esfuerzo. Entraron al hogar enredados, haciendo mucha fuerza.

Ella era bonita, creo que debió parecerme una mujer bonita, una muñeca esculpida con detalle, una pompa de jabón, un reflejo.

-¡Lo agarró el lobizón! Todavía respira – gritó.

No sangraba. Pensé: -¿Qué cosa podía ser la sangre en ese hombre, en un subterfugio que huye del miedo, en una ráfaga de crueles ventiscas?-

Así con su estatura, como pudo, ella lo sentó en una silla y le sirvió un vaso de aguardiente. El pequeño hombre gordo no exhibía ninguna herida visible.

Era algo mental, como todo, un problema mental. El humo de la zarzaparrilla, las higueras híbridas, el estanque sin ranas floridas, la grosura de la mugre en la planta de los pies. La noche estaba en su salsa, con lobizones y heridas indefinidas, con mujeres pequeñas surgidas del recurrente desorden de la mente; y un aguardiente caliente, un helado y otras palabras como dientes de labios rojos y pestañas bien largas.

-Va a morir, mi padre se va a morir. Seguro que no pasa de esta noche- dijo la bella y pequeña dama.

Quise decirle que no se le notaban heridas, que sólo había sido un susto, como si un universo paralelo se hubiera introducido subrepticiamente en el nuestro, al menos en el mundo del hombre pequeño y gordo y de la mujer pequeña con traza de duende.

-Ayúdeme a cargarlo hasta la cama.

No pesaba mucho a pesar de su aspecto excedido, no pesaba nada. Creo que lo que sí me pesaba era la maligna sensación de que todo sería en vano.

Después volvimos a la mesa la mujer pequeña y yo.

-¿Qué hace aquí? ¿A qué vino esta noche?

Me imaginé explicándole lo de mi plan maestro, un plan para escaparle al ruido, al tumulto, al mundo de las exequias lujosas.

-No es una buena razón. En realidad nadie tiene una buena razón para estar en el lugar en que está- fue lo único que salió de mi boca.

Bebimos aguardiente.

Hubo un largo silencio sólo interrumpido por mis pensamientos ominosos. ¿Qué ocurriría si aquel hombre pequeño y gordo se moría de verdad? ¿Cómo enterrar a alguien que quien uno no cree nada en absoluto y mucho menos que esté vivo o esté muerto?

La mujer duende volvió junto al hombre pequeño recostado en la improvisada cama de paja. Creí que hablaban en voz baja, que hablaban de mí, de un lobizón traicionero, de otras tantas cosas ocultas, del obstinado movimiento de la mente; de una báscula perdida en la eternidad.

Ya no quedaba aguardiente en la botella, tampoco pan y queso. Hubiera preferido acostarme y dormir, pero dormir es imposible, es algo absolutamente incierto, como llegar a la ancianidad y saber mirar atrás.

No pude más, dejé al padre y a la hija solos, cargué con mi morral y volví a salir a la calle. Noche sin lunas, algunas estrellas destempladas y austeras, gránulos de cromo en el cielo.

Caminé muy lentamente por aquella senda con viento, contemplando las casas a los lados. Todas tenían la misma apariencia. Era extraño que en una noche como esa, sin luna y sin las luces de las casas, se viera todo tan claro. Es misteriosa la luz del mundo, el periscopio de la conciencia.

Me pregunté por qué había llegado a ese pueblo, por qué había dejado la capital, por qué detestaba tanto a los hombres. No me desperté en otra parte con una respuesta firme, segura y definitiva.

En ese momento, sentí que alguien o algo seguía mis pasos. Me di vuelta bruscamente.

Imaginé que había un perro lanudo que sólo buscaba compasión. Lo llamé, le dirigí unas tontas palabras de lástima. Hasta que caminamos juntos por la calle sin luna.

Me dije que cuando uno detesta sobremanera a los hombres, los hombres terminan por irse a otra parte. Pensé que era algo completamente natural.

El yo era un gran desperdicio, una barrica llena de pólvora seca, una feria y un mercado de pulgas.

El perro se me adelantó. Pensé que quería enseñarme el camino. Hasta un pobre perro abandonado conocía mejor el camino. Así son las cosas, todo es una cuestión sin sentido.

Después la sombra del animal se extinguió en la bruma.

Llegué hasta el límite del pueblo. Se acabaron las casas bajas. Sólo el camino y las pálidas estrellas.

Cuando uno detesta a un pueblo de casas chatas, el pueblo da la vuelta y regresa.

Pensé en el hombre pequeño y gordo y en la mujer duende. Sentí pena.

Regresé sobre mis pasos. Había vislumbrado que no tenía la culpa de nada el maldecido infierno.

Ni siquiera el constante y maldecido infierno.

Leer el Capítulo Anterior: Llegué al Pueblo Fantasma


Manuel Arduino Pavón
Twitter: @arduinopavn

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