Las andadas de un oaxaqueño
Un niño pequeño de piel tostada caminaba por las calles para vender su cuota diaria de caja de dulces; era necesario para llevar el pan a la casa y también para poder entrar a ella, siendo una forma de subsistir de las familias humildes citadinas en los años treinta (y del ahora) de nuestro México profundo encabezado en ese instante por Lázaro Cárdenas.
Sin embargo, un día, en un mal trecho de parte de otros muchachos de la dura selva de asfalto, le robaron su caja con qué vender y su garantía para dormir esa noche en casa, por lo que, desesperado, caminó las calles intentando calmar su frustración y quizá encontrar alguna respuesta divina. Después de una buena andada, entre casas, observó a una familia que en su lenguaje corporal observaba preocupación por arreglar su jardín. Él con timidez se acercó a esa familia y les dijo que él podía arreglarlo. El padre de la familia aceptó, expresando con dificultades su español.
A partir de ahí, este niño de nombre David, iba todos los días que podía a esa casa a arreglar el lugar, hasta que poco a poco fue conociendo más a la familia, quienes para él eran de peculiar interés porque hablaban un idioma que el desconocía y deseaba aprender. Al transitar los años, aprendió el alemán y se ganó una segunda educación.
Mi abuelito David fue un hombre de la cultura del esfuerzo, quien como la mayoría de las mexicanas y mexicanos venían de los estratos más bajos en un país en construcción que salía de una Revolución Mexicana y llevaba poco tiempo de estabilidad.
Sabemos poco de su vida previa y que en mi caso personal solo pude disfrutarlo hasta mis siete años de edad, dado que murió de cáncer de huesos, pero entre los datos resaltantes, conocemos que él fue originario de Oaxaca, quien migró en brazos de mis bisabuelos: Moisés Ayala, miembro de los Dorados de Pancho Villa y Delfina Moreno, robada para el matrimonio desde muy joven de su comunidad indígena -por lo mismo, vivió con una salud sensible y acostumbrada a un silencio que decía más que mil palabras-; para entonces vivir con sus seis hermanos en Totolmajac, Estado de México.
Mi abuelo no tuvo oportunidad de estudiar solo la primaria, -algo común en los estratos bajos, si pensamos que en el Porfiriato había más de 78% de analfabetas-. Sin embargo, él por su cuenta aprendió seis idiomas (español, alemán, inglés, italiano, francés y un poco de chino mandarín antes de morir) y para mí y la familia, ha sido la persona más letrada que hemos conocido, de quien decimos, se sabe que tenía una memoria privilegiada, con la capacidad de declamar las palabras exactas de páginas elegidas al azar; de igual forma, los nativos extranjeros, se asombraban que él tuviera mejor léxico que ellos en su idioma.
Fue un hombre de método científico, además, de un personaje que consideraba que el cuerpo, la mente y el alma son un solo templo que debe cuidarse. Por cierto, era un maratonista que, según la versión de sus hijos, corría ya viviendo en la Ciudad de México, desde su casa en Benito Juárez hasta el Bosque de Chapultepec y de regreso.
Como sagaz lector sobre todo de los Reader’s Digest (una revista mensual estadunidense que fue españolizada, donde venía de ciencia y cultura general, así como de los nuevos descubrimientos) -la cual cada vez que lo visitaba me llevaba una para curiosear-; es a él, que debo los primeros libros “complejos” que me regaló a mis cinco años: El Señor de los Anillos de J. J. Tolkein y el Principito de Saint-Exupéry, y vaya que eran complejos, principalmente el último, que después releí en la secundaria y ahora de adulta encontrando nuevos significados. Además de eso, él me enseñó a valorar la diversidad de pensamientos y cuestionar cualquier dichosa verdad. Era enemigo del dogmatismo, más no de la espiritualidad.
Nunca olvidaré la última vez que lo vi en vida: era un día que como siempre en la visita, lo encontré en su cama ya por la enfermedad, pero manteniendo una cálida sonrisa, aunque, ahora hubo una excepción, por un segundo se le salió una lágrima y le decía a mi madre y tíos que lo que más le frustraba era notar como se le iba olvidando todo lo aprendido, y después cuando me despedía, se acercó para decirme que siempre privilegiara el conocimiento, lo cual, era el mejor tesoro que podíamos tener como humanidad.
Mi abuelito David, a lo largo de su vida fue un hombre que predicó con el ejemplo con la frase: “como las aves fueron hechas para volar, los hombres para trabajar”. Ni un minuto de su vida estuvo quieto mientras su salud se lo permitió. Por él transitó multitud de negocios (la mayoría en Benito Juárez, CDMX) e invenciones, como el ahora llamado microdyn, lástima que no registró los derechos de autor, lo demás solo es leyenda.
Una vez que su niñez la vivió en el Estado de México, posteriormente, en búsqueda de oportunidades, fue a la Ciudad de México, donde logró colocarse en el Hotel El Prado, uno de los lugares icónicos del Centro Histórico, sitio en el que creció con base al esfuerzo hasta llegar a ser Capitán de Meseros, camino que le ayudó mucho el saber tantos idiomas y ser metódico en su labor.
En dicho sitio en que conversó con un sin número de personajes públicos de los que luego transmitía sus historias, también encontró a la persona más importante de su vida, mi abuelita Dora, quien, venida desde Michoacán, igualmente creciendo conforme al sudor de su frente, llegó a ser Ama de Llaves del mismo hotel. Ya tendré oportunidad de hablar de ella en el próximo artículo, mujer de gran nobleza y de quien se podía palpar los milagros.
Era un hombre romántico, por lo que ese proceso de atracción y conquista a mi abuela, un día le hizo una promesa: de que ganaría la lotería y con eso se comprarían un lugar donde vivir en la Ciudad de México y se casarían. No sé qué habrá pensado mi abuela, pero conociéndola, yo creo se le hizo lindo el gesto y lo demás lo depositó en fe a Dios.
Pues el milagro fue hecho, porque al año se ganó la lotería y entonces dio para la boda y más adelante con otros ahorros para un departamento esquinado a la entonces Secretaría de Comunicaciones y Obras Públicas del gobierno federal o como se le conoce hoy en día, centro SCOP, en la ahora alcaldía Benito Juárez. Estaba en un segundo piso y que como el dinero fue vasto, dio para además hacer un local en la planta baja que se conoció como el Restaurante DADOR (por David y Dora). Pero no fue el único negocio, tuvo marisquería, abarrotes, salchichería, bueno, un sin número de emprendimientos que les ponía en mismo nombre, DADOR.
La otra vez que conversé con los vecinos de por ahí por mi precampaña, me llevé la sorpresa de encontrarme a un señor de edad adulta que recordó esos negocios y a mi abuelo, quien lo describió como un gran conversador y a mi abuela como una persona muy hospitalaria y altruista. Ya habrá tiempo de recaudar historias.
En ese lugar creció mi mamá junto a sus seis hermanos, ella siendo la penúltima, en una época entre los cincuentas y sesentas, que formó parte del siglo de oro mexicano (encabezadas por Adolfo Ruiz Cortines el contador que más estable dejó las finanzas, Adolfo López Mateos el reformador y gran paseador, y Gustavo Díaz Ordaz con quien se da él último pico de crecimiento nacional y estabilidad junto a unas olimpiadas y una matanza en el 68, todos de ese partido único llamado PRI), en que había un sistema de sustitución de importaciones como modelo económico de bienestar y que daba a las familias la oportunidad de prosperar y cumplir su sueño de constituir una familia, tener un hogar propio y su propio negocio (una importación del sueño americano), esquema que en la actualidad no es sostenible para las nuevas generaciones, ni por el cupo en la metrópoli, ni por el margen de bienestar que se instauró.
Por desgracia, una persona de salario mínimo o medio, aunque trabajara honestamente toda su vida podría tener una vivienda y vejez digna. No por nada, se dice que somos el país en que los trabajadores de cualquier esquema son más sobrexplotados.
Vaya que mi abuelo si estuviera vivo, sería de los primeros en quejarse, porque de él, es que aprendimos como familia de lado de mi madre, a contar en nuestras reuniones, con discusiones de historia y política mexicana e internacional.
A diferencia de otras familias, en nuestras casas, sí se hablaba de política, religión y un poco de futbol (en este último nunca conciliamos), es más, solo se hablaba de eso. La retórica era lo que pregonaba con comida, algo de danzón y música que ha cambiado según los nuevos integrantes del círculo. Hoy hasta mis sobrinos se suman entre juegos lúdicos.
En la actualidad, preservamos las enseñanzas de nuestros antepasados, en que mi abuelo es un pilar y mantenemos la comunicación entre la familia repartida en distintos lugares de la república, familia que viene de abajo, a ras de suelo y con honorabilidad (palabra fundamental de los Ayala); han crecido rompiendo esquemas y con base al trabajo duro. Estoy orgullosa y mi deber es seguir su ejemplo y mejorarlo.
Ya conocerán más la próxima semana de esta historia, una más de las familias mexicanas que conformamos nuestro hermoso México, a través de los ojos de su humilde servidora.
Ahora el oaxaqueño Benito Juárez tiene doble significado para mí.
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