Respirar Tiempo

Escrito por: André López García*

–El tiempo –decía mi tío Salvador, lo recuerdo como si hubiera sido ayer. Luego hacía pausas largas y agregaba: –El tiempo es un invento del ser humano, Beto, una convención social tan sencilla y a la vez tan compleja que ha generado más controversias de las que te puedas imaginar. Se le han dedicado estudios, películas, series, libros, pinturas, en fin.

Muchos utilizan expresiones como “matar el tiempo”, “tengo poco tiempo”, “el paso del tiempo”, y no se dan cuenta que el tiempo no es algo que muera, ni que se pueda tener, ni mucho menos que pase: el tiempo no transcurre, el tiempo no se mueve, somos nosotros los que adaptamos nuestra existencia en torno a él, y no sólo el torno, sino que lo cruzamos, por decirlo de alguna forma, vertical u horizontalmente, del centro a la periferia o viceversa. Si el tiempo tuviera lados, si se pudiera concebir esquemáticamente como un prisma, por ejemplo, el ser humano estaría atravesando desordenadamente segmentos al azar del mismo, sin conocerlo en su totalidad ni en relación con sus otras partes, que nos son desconocidas. Estamos inmersos en el tiempo, pero no deja de ser concebido por todos para poder existir…

Monólogos como ese (que parecieran contradictorios) escuchaba constantemente de mi tío Salvador, interrumpidos por la persistente pregunta “¿Qué hora tienes?” o por furtivas, aunque notables miradas de su parte al reloj de pulsera que rodeaba su muñeca izquierda todo el tiempo, aún estuviera nadando, durmiendo o haciendo trabajos pesados.

En ocasiones (muy contadas) en que ni la pregunta ni la mirada interrumpían lo hacía el mismo aparato, siendo este apto para personas con ceguera. Entonces la robótica “son las tantas horas, tantos minutos. BIP” hacía su aparición. Todo eso yo no lo entendía, imaginaba, como todos, que mi tío era tremendamente olvidadizo y, además, exagerado. Pero, conforme fui escuchando todo lo que tenía que decirme, me di cuenta de que era algo mucho menos sencillo de digerir.

Mi tío Salvador aseguraba haber llegado a una comprensión del tiempo tal que su cuerpo se adaptaba de manera inmediata al momento, hora o fecha que un calendario, reloj o comentario le presentaran. Las primeras veces, por supuesto, no le creí nada, pero conforme mis visitas se volvieron más constantes perdí el escepticismo. Comencé a pedirle pruebas, emocionado, que me otorgaba sin problema (en cierta ocasión me pidió que fuese arrancando, hasta donde quisiera, las páginas de un calendario que tenía guardado en un cajón.

Lo hice mientras él, cerrando los ojos y volteando, me decía que tomara los que quisiera. Una vez que giró sobre sus talones y miró que, según lo que yo había hecho, habían transcurrido tres semanas aproximadamente, una barba le creció de pronto y su cuerpo adelgazó de manera alarmante. Asustado, pregunté qué podía hacer, y me dijo que él se voltearía e intentaría dejar todo como estaba en un principio. Así lo hice y, cuando volvió a verme, mi tío recuperó su mentón recién afeitado, su color y su carne rellena. Esa, en particular, fue la prueba que más convencido me dejó: ¡había pasado tres semanas sin comer en tan sólo unos minutos!), y también le pedía explicaciones que él me intentaba dar lo mejor posible:

–Creo que no puedo decir mucho –se rio alguna vez–, lo que pasa es que es como respirar…

–Sí, respirar tiempo –dije yo.

–¡Exacto! O como hacer bicicleta. Ambas tienen su técnica, tienen su ciencia, pero en la mayoría de ocasiones esta se ignora y es opacada inclusive por la intuición que brinda la práctica constante. En este caso, creo que soy el único en poder haberlo perfeccionado de esta forma, al convencer a mi cuerpo de que se adapte al tiempo que se le presente, pero yo mantengo la creencia de que cualquiera puede llegar a lograrlo.

–¿Y cómo, tío? ¿Cómo puede lograrlo cualquiera?

–Ya te lo dije: con práctica, Beto. ¿Te has despertado en plena madrugada, con tus cortinas cerradas, convencido por unos instantes de que ya es de día, aunque un día nublado? En momentos así tu cuerpo se prepara para iniciar labores, te despabilas, te tallas los ojos y pronto el sueño se va. Cuando miras el reloj y te das cuenta de que son apenas las dos de la madrugada, toda esa preparación parece que se olvida, tus párpados vuelven a estar pesados, pesadísimos y, al dormir, te olvidas de todo.

Lo mismo ocurre cuando, en tu casa, mi hermana te llama a la hora de comer, aunque tú estés en medio de un juego importante. No es hasta que la escuchas que tu estómago empieza a reclamarte, ¿no es cierto? Montones de casos hay parecidos, de lo único que se trata es de imponerlos, como pruebas, y ser muy ingenioso para darle la vuelta y engañar a tu sistema…

Como en la mayoría de historias, me alejé de mi tío conforme fui creciendo. Según me enteré después, eso lo entristeció demasiado, pero era algo en lo que yo no podía intervenir: la secundaria, la preparatoria, los cursos, la universidad, los talleres, las tareas, el trabajo, las responsabilidades de la vida adulta, consumieron todos juntos y progresivamente todo mi tiempo.

Y lo olvidé. Olvidé sus consejos, sus impresionantes trucos, sus pláticas. Los años no borran los sucesos, los borramos las personas, aunque no seamos conscientes de ello. Los borran nuestras relaciones, las exigencias que tenemos. Me dejé absorber por un mundo que no permitía pasar días enteros platicando, jugando o sencillamente divirtiéndose, por el simple hecho de que no era productivo. “El tiempo es oro”, dicen algunos. Mi tío se habría reído en sus caras.

Sólo hasta hace poco, luego de un súbito y doloroso golpe de recuerdos, me atreví a preguntarle a mi madre que qué había sido de su hermano. Ella me dijo que había muerto. Y yo, intrigado, quise saber cómo había sido. Me dijo que lo encontraron muy tranquilito, sentado en el sillón de su sala.

Su hermano, El loco (así le decían de cariño), se había muerto mirando una pintura que le gustaba mucho, una de unos relojes derretidos (“La persistencia de la memoria es la mejor obra que podrás encontrar de mi tocayo, Beto.”, recordé entonces que me decía cada vez que me encontraba mirando fijamente a las hormigas caminando sobre el reloj volteado, el rostro deforme, los relojes como pizzas…). Dijo que lo encontraron al día siguiente, o en todo caso algunas horas después de fallecer, porque no olía mal y se hallaba en perfecto estado.

Y, ante mi insistencia por más detalles, descubrí que bien pudo haber estado allí años, meses o días, poco importaba: encontraron su reloj de pulsera roto, inservible, puesto encima del reposabrazos de su sillón.

Y lo entendí. Sin un compañero con quien poder pasar el tiempo, no quiso seguir pasando el tiempo. Y ya no pasó. Era un mensaje muy claro. El tiempo ya no causó estragos sobre él, nunca más. Afortunadamente para los que tuvieron contacto con su “cadáver”, creo que nadie mencionó ni la fecha ni la hora reales delante de él.

Me lo he preguntado y creo que habría sido catastrófico y muy traumatizante para cualquiera ver cómo se levantaba como si nada el tipo dentro de la tumba. Por cierto, mi madre dijo que en su testamento había pedido, por respeto a la naturaleza, ser enterrado a las raíces de un árbol enorme, sin sometimientos quirúrgicos que implicaran químicos ni cualquier otro tipo de intromisión a su piel. Además, el entierro no sería muy profundo, ni tendría lápidas de por medio.

En estos instantes, luego de asimilar esto, me he preguntado qué será lo siguiente que haga. Por lo pronto, creo que tengo un bosquejo de plan: colgué La persistencia de la memoria sobre la pared de mi cuarto y he empezado a practicar. A veces programo mis relojes para adelantarse o atrasarse al azar a lo largo del día. Es complicado, pero creo estar haciéndolo bien. Lo que no sé es si podré reencontrarme a mi tío Salvador o no. ¿Querrá verme? ¿Estará molesto conmigo?

¿Profanar su tumba y susurrarle al oído en qué día estamos, colocar un reloj para ciegos a su lado, tendrá el efecto que yo deseo? ¿Me estará esperando allí: intacto, inerte, atemporal? Yo espero que las respuestas a al menos tres de esas preguntas sean afirmativas. Pero ya tendré oportunidad de reflexionarlo y de decidir en base a ello. Al fin y al cabo, lo que me sobra es tiempo, hasta para respirarlo.

–El tiempo –decía mi tío Salvador, lo recuerdo como si hubiera sido ayer, y a veces no sé si así lo fue, en realidad. Luego hacía pausas largas. Luego agregaba:

–El tiempo…


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