Por Ildefonso Peña Díaz
El estagirita fundador de la Academia de Atenas, seguidor de Sócrates y maestro de Aristóteles, refirió entre sus extensos Diálogos que: “Donde quiera que se ama el arte de la medicina, se ama también a la humanidad”. Esta famosa cita referida en numerosos artículos y discursos alrededor del orbe, sobre todo cuando se trata del entorno científico, debería renunciar para siempre a su frio sepulcro de papel y escribirse con letras de oro, en los paraninfos de las facultades de medicina, en las vastas bibliotecas de las universidades, en los afligidos hemiciclos de los hospitales, pero sobre todo en el cerebro de todos y cada uno de los ciudadanos de nuestro planeta tierra. Sobre todo ahora, que gracias al SARS CoV-Dos, la humanidad entera debe asimilar una clara, triste, dura y fecunda lección, ser mejores ciudadanos y vivir en un mundo superior, más limpio pero también más solidario, en el que todo el personal de salud, sea justipreciado en su clara dimensión, pues ni el pelotero, ni el boxeador, tienen la trascendencia de un médico o una enfermera cuando se trata de la vida o la salud, pues los primeros sólo sirven de una mísera diversión pasajera comprada en las violentas arenas de los circos o de los estadios; pero los segundos, recónditos durante años detrás de las aulas, las bibliotecas y los laboratorios, renunciaron a la comodidad de su vida familiar por seguir su sublime vocación de servir a la patria, trasmutaron la diversión por la investigación, la risa por la aplicación, los lujos por la disposición de servicio, y la ostentación por el anonimato. Se olvidaron de vivir su vida por servir a sus semejantes y esta tarea venerable es casi la obra de un santo, inmolada con la vida de un ermitaño.
Cuantos libros pasaron por sus manos, cuantas noches en velo, cuantas privaciones cotidianas de una familia entera, cuanta paciencia para escuchar y conocer a sus enfermos, cuanta disciplina hay tras sus hábitos blancos de redentores de la humanidad. Pero, sobre todo, cuantos conocimientos atesorados en el inmenso procesador natural de sus cerebros, y tantas prácticas aglutinadas en los recintos científicos, porque esta ciencia exige un estudio exhaustivo y cotidiano para permanecer actualizados, pues recordemos que en el campo de la medicina el no estudio equivale a un fatal retroceso, en virtud de los grandes descubrimientos que nacen y mueren todos los días en todos los lugares del mundo.
Así que, sin temor alguno y aludiendo al estudio incansable y la labor sacrosanta del personal de la salud, evoco esta máxima que precisa la elevación de un ciudadano al estatus de médico y que se encuentra grabada en la entrada del Hospital Universitario Ramón y Cajal, dependiente de la Consejería de Sanidad de la comunidad de Madrid, ubicado en la carretera de Colmenar Viejo en Madrid, España -todo hombre puede ser si se lo propone, escultor de su propio cerebro-. y cuya cita completa aparece en el prólogo de la segunda edición de la Obra “Reglas y Consejos sobre la Investigación científica”, del eminente Dr. Santiago Ramón y Cajal premio nobel de medicina en 1906 y hace alusión a la disciplina, el carácter y la aptitud, que son necesarios para el estudio de la Medicina.
Por tanto, no podemos menos que sentir admiración y respeto por los médicos y las enfermeras, porque su labor callada, taciturna y paciente, soterrada en el anonimato del bullicio de las grandes ciudades o en la afonía de las apacibles zonas rurales, es elemental e imprescindible, porque si no hay salud no hay nada, ni riquezas, ni diversiones, ni felicidad, es más ni familia existe, porque cuando hay un enfermo, esta última es la que transige los estragos económicos y emocionales de un padecimiento.
Y aun mas allá, hoy la teoría de la enfermedad nos enseña que todos los padecimientos somáticos tienen un origen emocional y sólo rara vez un estatus circunstancial, por lo que el médico se ve obligado a más de ser un experto científico, ser un gran ser humano, compasivo, empático, tolerante, muchas veces solidario y las más de las veces fraternal y caritativo, así como un padre lo es con sus hijos, tanto que la figura del médico en la literatura universal y en la historia de las naciones, ocupa un lugar privilegiado, al lado del maestro y del sacerdote, porque sin duda alguna, su tarea al igual que la de los otros, es un apostolado, cuya altísima misión es la de conservar la vida y la salud de sus semejantes, por todos los medios al alcance de la ciencia y aun de aquellos otros que están fuera de la comprensión.
Esta pandemia de la COVID-19, ha revelado, lo superfluo, lo importante y lo indispensable y ustedes médicos, enfermeras, personal administrativo y personal de limpieza, son lo indefectible, lo inaplazable, lo sustancial, son el puerto de salvación entre la salud y la enfermedad, son el faro protector entre la vida y la muerte, la barricada de sujeción entre el caos y la prosperidad. Sigan su cruzada inalterable, que hoy el mundo entero reconoce sus esfuerzos, la historia registra su sacrificio y la patria glorifica su holocausto, soldados de un ejército inmaculado con sus uniformes níveos y cristalinos, como su labor misma, penosa pero admirable, a veces arriesgada e ingrata pero siempre gratificante.
Quizá los gobiernos del mundo, de mi país y de mi entidad, no estimen vuestro compromiso con la humanidad, pero desde todo pequeño rincón de la patria, siempre habrá un humilde obrero, profesionista o campesino como yo mismo, que viva eternamente agradecido por haber conservado la vida y recuperado la salud, gracias a ustedes, que antes de holgar, estudiaron y antes de vivir, se consagraron a sus semejantes, en una oblación estoica e imperturbable.