Por: Ildefonso Peña Díaz
México es una nación pluricultural, que fundamentalmente germinó en el laberinto de dos culturas disímiles, por un lado, en las profundas raíces del mundo indígena de Mesoamérica y por otro en el umbral hispano traído del Mediterráneo. Y justo en la perspectiva de los antiguos moradores del continente, específicamente los del altiplano central, el ciclo de la existencia humana, concebía la senectud a partir de una “atadura de años”, 52 para ser exactos y a partir de entonces se les daba un título de “depositarios de sabiduría y honorabilidad” y “fieles conserjes de la memoria y custodios de la historia y las tradiciones”.
Cuando se comenzaba esta edad, los mexicas, mostraban a sus ancianos un respeto específico e incluso los eximían de muchas responsabilidades y obligaciones, que los jóvenes y los adultos si debían cumplir, y a la par se incrementaba su participación en la vida política y social. Fray Bernardino de Sahagún se refirió a los ancianos aztecas como: “…hombres de cabello cano, expertos, de muchos días, que tiene fama y honra, personas de buenos consejos y castigos, que cuentan las cosas antiguas y son personas de buen ejemplo…”.
Según lo advertido en las primeras líneas, podemos afirmar que nuestros viejos, son un cofre extático de la verdad, un joyel fiduciario de la confianza, una fuente infinita de comprensión, un baúl bucólico de recuerdos, y un embalaje eterno de miles de historias, del pasado, del presente y del futuro. Quizá por todo esto Marco Tulio Cicerón en su libro “Cato Maior de Senectute Liber”, hace un elogio supremo a la tercera edad, a través del encantador diálogo entre Catón “el viejo”, Escipión y Lelio, y pone de manifiesto, el arte supremo de aprender a envejecer, algo que calificaríamos como un elogio a la vejez. O tal vez por eso Baltazar Gracián, en su Obra cumbre “El Criticón”, publicada entre 1651 y 1657, hace una alegoría de la vida del hombre, a través de las facetas del irreflexivo Andrenio y del juicioso Critilo, y despunta con ahínco, su tercera parte intitulada “El Invierno de la vejez”; obra literaria de estilo conceptista, con una profunda visión filosófica, bajo el manto de una epopeya moral, pletórica de erudición, imaginación, instrucción y sátira social, considerada como una obra cumbre de la narrativa filosófica hispana, a la par del Quijote de la Mancha y la Celestina. Hasta el padre del pesimismo Arthur Schopenhauer, dedicó sabias palabras al “momento en que el Nilo llega al Cairo”, en su áspero libro “El Arte de Envejecer”. Y no menos importantes, resultan las reflexiones en torno al huehuéyotl, incluidas en el Código Matritense, que pertenecen a la más profunda tradición histórica de nuestras culturas ancestrales.
Dado lo anterior, podemos decir que los abuelos hombre y mujer, conocen como nadie la verdad, y así mismo la remolcan a nuevas generaciones; en ellos permanece el recuerdo inmutable pero también impelen a la acción, e incluso desafían el futuro. Su palabra es inspiración y remanso y con ella le dan sentido a la vida del hombre y con ella misma colorean el mundo mágico y sencillo de los nietos a quienes protegen como a sus propios hijos. Su consejo firme encauza el devenir de la humanidad y sus historias y sus recuerdos son alimento del alma que dibuja en el corazón las glorias y las penurias de otro tiempo.
Los abuelos son el deleite de los nietos y el refugio seguro de los hijos, son luz y calor, el consejo sabio y la palabra prudente, son amor incondicional y cariño inagotable, son paz y tranquilidad cuando el mundo se torna difícil, y a la vez son desafío y acción cuando se trata de afrontar el futuro; son como una ballesta alentadora hacia las grandes tareas.
Tener la fortuna de los abuelos, es como poseer un libro inmortal de relatos e historias, los nietos que poseen el tesoro incomparable y la compañía de sus abuelos, crecen más seguros ante las adversidades mundanas, porque son unos educadores sabios, comprensivos y maravillosos, que pintan al mundo de amor y de razón. Son el tesoro más preciado de la familia y a la vez son los fundadores de ella; la familia solo es plena cuando están ellos, pues con sus canas venerables aderezan la vida y con su sonrisa inesperada alegran cada trozo de la existencia. Un hogar donde hay abuelos, es un hogar feliz, porque hacen felices a sus nietos, es como si mágicamente ellos desperdigaran fragmentos de constelaciones, en la lóbrega cotidianeidad de la vida de sus seres queridos.
Los abuelos parecieran ser viejos por fuera, pero por dentro llevan el alma de un niño, poseen la alegría recóndita de los chiquillos, y a la vez la prudencia y la sapiencia de los sabios; son como un portal prodigioso donde se aglomera el pasado y el futuro. Puedo afirmar que los abuelos son el espíritu, el hálito y el nervio de la familia, el centro desde donde la vida se impulsa hacia el futuro, y el remanso donde emerge el pasado, a través de sus coloridos recuerdos, pero mis viejos especialmente tienen una vida bella, porque es su galardón a una vida bien vivida, construida en el templo del respeto y cobijada con el manto del amor verdadero. Por eso quizá, cada vez que contemplo la mirada tierna de mis hijos, aparece siempre la sonrisa de sus abuelos.