La Niñez: Simiente y Fruto de la Humanidad

Por: Ildefonso Peña Díaz

Según el Derecho internacional, basado en la “Convención Sobre los Derechos del Niño”, que fue aprobada como Tratado Internacional, de los Derechos Humanos el 20 de noviembre de 1989, –se entiende por niño, a todo ser humano menor de 18 años de edad, salvo que, en virtud de la ley aplicable, haya alcanzado antes la mayoría -. Sin embargo, el concepto de niñez puede entenderse desde su evolución psicoafectiva; desde la perspectiva de su desarrollo físico o desde el punto de vista sociocultural, y más allá, desde el matiz de la historia y según las sociedades y las vastas culturas del mundo.

Podemos aseverar entonces que la niñez es una etapa comprendida desde el nacimiento de un ser humano y hasta la entrada de la adolescencia, en la que ocurren los procesos más importantes del desarrollo de una persona y en la que se adquieren las habilidades necesarias para vivir plenamente en sociedad, como el lenguaje, el razonamiento y la adquisición de los valores morales. Quizá por esto Sigmund Freud, a lo largo de sus múltiples investigaciones, concluía que –hay un penoso contraste entre la deslumbrante inteligencia de un niño y las apagadas facultades de un adulto medio– y ciertamente esta afirmación tiene todo un sustento, porque el niño y la niña es un milagro en formación, un crisol perpetuo para atesorar recuerdos, enseñanzas, ideas y experiencias, pero a la vez es un volcán de amor, una montaña de inspiración, un alcor de ilusiones y una cota repleta de sueños y de fantasías.

Para quienes hemos vivido en el campo, sabemos cómo O´Malley que el dulce aroma de las flores se fragua en sus raíces y prorrumpe entre la prodigiosa gama de sus hojas y sus pétalos, así las virtudes del hombre provienen de su infancia. Y efectivamente los que tenemos la enorme dicha de ser padres, sabemos también por el hecho de haber sido hijos, que la felicidad, la tranquilidad y la seguridad en el seno familiar son determinantes a la hora de formar útiles y buenos ciudadanos.

No es el mundo material el que determina la felicidad del hombre; es la paciencia, la tolerancia, el respeto y el ejemplo, lo que forma hombres y mujeres sanos de cuerpo, mente y espíritu; jamás será el dinero el factor que decrete la nobleza de un individuo, son la bondad y el amor, los principios cardinales del hombre; una buena familia no es aquella que se funda en la abundancia ramplona, sino la que vive unida cada día, fructificando hasta el más simple instante para ser felices. Al final de la existencia, comprendemos que ningún tesoro vale tanto, como los momentos arrebatados al destino al lado de nuestros seres queridos; especialmente en el baúl de nuestros recuerdos, atesoramos las sonrisas de nuestros hijos, sus primeras palabras y sus primeros pasos, en esos largos paseos donde sus pequeñas manos atraparon para siempre nuestras emociones. Solo los frívolos y los mentecatos, cambiarían al final de sus días, sus invaluables recuerdos, desde los más suaves hasta los más amargos, o los más ríspidos, por insulsas riquezas rabaneras.

Nada incumbe tanto para el hombre, como aquellos años maravillosos, en que vivimos nuestra infancia al lado de los nuestros; no hay lugar más seguro que el hogar paterno, no hay tesoro alguno sobre la tierra como el espontáneo, veraz y cálido beso de la madre; y nada más estimulante, que el abrazo infalible, auténtico y positivo y el consejo siempre sabio, apropiado y entrañable de un padre justo y sincero. Estoy completamente seguro que solo una familia donde se vive con certidumbre y con amor, puede tributar buenos hijos a la patria, por eso debemos preservar nuestros actos y tutelar nuestras palabras, más aún cuando estemos ante un espejo nítido y franco, como lo es un hijo que observa con detalle.

Por lo tanto un niño no es un cántaro que haya que llenar, sino como quería Plutarco –un fuego que hay que encender– así que antes que matemáticas y literatura, es nuestra obligación que asimilen el valor de la honradez y la verdad; primero que la historia, proveamos lecciones de moral y gratitud; previo al estudio del civismo, antepongamos el patriotismo; tomemos sus pequeñas manos y llevémoslos a contemplar el incendio natural del horizonte, el beso fulgurante del viento del norte, y la tórrida caricia del sol ardiente; dejemos que la inmutable e hiriente lisonja del frío abrace un poco su alma en formación para que sepan que están vivos y sean aptos ser felices. Y después que ruede el mundo y el destino, ya vendrá la formación académica; y sin embargo, la humanidad estará segura, porque ostentaremos el tesoro más vanidoso que el cielo encubre y el suelo sostiene: las niñas y los niños, que son una flor de albores, cuyo perfume inigualable inunda nuestro espíritu; pero a la vez son un celaje, porque su sola presencia nos coloca más cerca del paraíso, como su ausencia más cerca del abismo; pero también son el umbral del firmamento porque sus ojos son perpetuos luceros, y a la vez un bálsamo lenitivo porque su dulce vocecilla es suficiente para apaciguar cualquier desconsuelo, por espinoso que este sea; nuestros mejores maestros, porque nos enseñan los valores más simples, nobles y generosos, sin palabras pero con ejemplos, y su precepto más importante es fustigarnos a ser felices, sin necesitar grandes cosas; en fin, creo que son las manos de Dios mismo que nos concede en ellos un trozo de eternidad.

En conclusión, solo puedo afirmar que la niñez, es la simiente y fruto de la humanidad entera y todo cuanto puede y alcanza la humanidad es por ellos, porque en su mirada se perpetúa nuestro destino y en sus manos se fragua nuestro futuro. No se equivocó Dante Alighieri cuando aseguró que –Tres cosas aún conservamos del paraíso, las estrellas, las flores y los niños-.

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