Por: Ildefonso Peña Díaz
Noam Chomsky, politólogo, filósofo, activista norteamericano de origen judío y uno de los lingüistas más conocidos en el mundo, ha dicho que todas las lenguas, son dialectos del lenguaje humano, y efectivamente el lenguaje es el único recurso que tiene el hombre para conocer el mundo e interactuar con otros seres humanos. De todas las definiciones de lenguaje, me quedaré con aquella que dice que es la capacidad intrínseca del ser humano para exponer ideas, sentimientos o pensamientos por medio de la palabra. Y la palabra es el elemento léxico, que se constituye de un agregado de sonidos acoplados, que tienen una categoría filológica, pero sobre todo que tienen un alcance o significado.
La palabra por tanto es la vertiente del pensamiento y de la imaginación. Es un afluente esplendoroso que conduce la luz de la razón hacia un precipicio de conocimientos. Sin ella la entelequia no existe, porque la palabra es al mismo tiempo luz de la conciencia y reflejo diamantino de las estrellas de la comprensión. Hablar es indicar que se existe, es decir, conversar es estar presente, como callar es estar ausente, de tal manera que la palabra es la superlativa afirmación de la vida y la cúspide manifiesta del espíritu.
Hablar es posesionarse del universo entero, porque cada palabra es un mundo que encierra un pensamiento y a la vez una delimitación de la oscuridad de lo no comprendido. De ahí que la palabra es el reflejo del hombre o como quería el maestro José Muñoz Cota –El Hombre es su palabra-, de tal suerte que quien está desprovisto de palabras, lo está también de sensaciones, de conocimientos, de perspectivas para ver y entender el mundo, de erudición y por supuesto de talento para iluminar la conciencia de otros seres.
Es falso que a las palabras se las lleva el viento, porque éstas indiscutiblemente son el umbral de nuevas ideas e impresiones, que tienen el poder de crear o abatir, de aplastar o edificar, porque las palabras son al mismo tiempo simiente de tesoros, o sarcófago de indigencias; y la primera impronta la generan, en aquellos que las profieren, porque la persona que más escuchas es indiscutiblemente la voz de tu interior, y porque cada vez que pronuncias algo, tu cerebro lo asume como un mandato, pues la inteligencia no conoce quimeras, ni incertidumbres, solo la verdad prevalece como una galaxia lúcida y cuajada de realidades.
Esto, naturalmente, nos lleva a comprender que hablar es conquistar el mundo y esa posesión se va abultando a medida que va dilatándose el conocimiento y la comprensión, y ésta germina en un mayor caudal de lenguaje, que a su vez se manifiesta en pródigos mensajes de alboradas, que florecen en otras conciencias, para iluminar la luz de la razón. Así, cuanto más sublime, más insondable, más delicada y más grandiosa se torna la palabra, más magnánimo es el hombre mismo, porque la palabra encierra nuestras posesiones más recónditas, las experiencias vividas, los libros digeridos, los hábitos adquiridos, las reyertas acumuladas, la idiosincrasia atávica, el temperamento individual, la interacción con otros seres y el haz de la naturaleza humana en general.
Por eso en esta hora de transformaciones, la palabra, que precede al lenguaje, resulta fundamental a la hora de hablar y de convencer, porque hablar es glorificar el espíritu y puedo afirmar entonces que la palabra es la fiel enunciación del ADN de nuestra esencia; en otro sentido, las palabras son la expresión de lo que somos y no me refiero a la sintaxis o la ortografía, sino al universo interior que surge cuando se habla, porque las palabras son las alas del pensamiento en su vuelo extraordinario hacia otras entelequias que anidan en individuos con similar aforo de comprensión.
Efectivamente, la palabra es la floración de nuestro vigor intelectual, es el ímpetu abreviado en sonidos orquestales, pero siempre y cuando aniden en el entramado cerebral, cúmulos de conocimientos, nebulosas de ilustración y galaxias de ideas en plenitud; porque si la esencia es vana, solo podemos encontrar conatos de valores, frases anodinas, artificiosas alboradas de ideas; y es que la fuerza cercenada, nada puede proyectar y todo lo torna miope y apocado. Tanto que sería mejor habitar en una estepa de silencios, ceñida por la frialdad eterna de las afonías, que genera la elipsis del oscurantismo.
El espíritu y el intelecto, se nutren de ideas de otros tiempos, se sustentan del polen de la cultura que llevan las abejas de los libros, de inteligencias sobresalientes a otras menos entendidas, de insondables y dulces coloquios con mentes ilustres; se amamantan de diálogos perpetuos con la historia, la ética, la poesía, las matemáticas, la filosofía, la lógica y la retórica; de sermones lanzados al viento cuando la naturaleza es nuestra mejor maestra, de las duras reconvenciones del destino, que alienta a algunos y sumerge a otros y por supuesto de las lecciones indestructibles del tiempo, que todo lo adecúa, lo engrandece y lo dignifica.
Así que la palabra ocupa un lugar superior en la vida del hombre, porque aún, quien lo negara, tendría que invocar precisamente a ella para demostrarlo, así que la palabra es vida palpitante y lúcida, como la irradiación de Helios mismo. Por ello debemos salvaguardar cuanto pensamos y cuanto decimos, porque la palabra es la cristalización del espíritu, y vaya que no embelesan los espíritus mediocres, ni las cortas inteligencias y menos aún los cerebros mórbidos o los juicios retardatarios.
Que viva la palabra, porque nosotros vivimos en ella o por lo menos a través de ella, en una simbiosis tal, que, si ésta faltase, el mundo quedaría, afónico de luz y ciego de eufonías.