El México propio: vida e historia (XII)

La infinitud del segundo por 32 grados

Si alguna vez han leído “Farabeuf o la Crónica de un Instante” de Salvador Elizondo, -si no, se los recomiendo-, comprenderán lo que representa ponerse unos anteojos de alta definición para percibir nuestro espacio-tiempo conducido propiamente en ese instante o como le llamo yo: la infinitud del segundo. Porque en realidad, en nuestro pensamiento, con su debida atribución de la imaginación, no tiene un tiempo preciso que coincida con el que vivimos físicamente, al grado de que ustedes en un segundo pudieran pasar las escenas enteras de su vida, o quizá más burdamente, crear una casa que, al trasladarla a nuestro plano físico, según nuestros recursos, implica un tiempo determinado para su consolidación. Ese es el poder de SER humano.

¿A qué quiero llegar con esta reflexión filosófica?, a hacerles una invitación formal por medio de este capítulo, para que pongamos en marcha una interesante practica personal: pensemos en todos nuestros 11 de septiembre desde que tenemos uso de razón hasta el día de hoy, en que seguramente en su instante estén leyendo esto y quizá preparándose para dormir, y a la vez, romper la barrera del tiempo-espacio para pensar en los próximos 11 de septiembre tanto de lo que consideran será su tiempo de vida hasta las próximas generaciones, haciendo hincapié en dónde se ven, sobre su trascendencia y lo que nos depara como nación y humanidad. Se darán cuenta que hay muchos futuribles que depende de nuestras decisiones o hechos presentes.

Y es que, para mi caso, el 11 de septiembre representa el día antes de mi cumpleaños 32, de este 2024 que justamente coincidió con el miércoles que escribo semanalmente esta columna.

Un día que antes de mi existencia, es recordado como la fecha que se llevó a cabo el golpe de Estado al gran Salvador Allende o ya viva, cuando se cayeron las torres gemelas y en esta actualidad, en su madrugada, como el día que se aprobó una reforma judicial de dudosos efectos progresivos.

Pero, más allá de los grandes momentos históricos del planeta, en que llegamos a segregar de forma muy minimalista el valor de las historias en la historia, donde hasta el aleteo de la mariposa forma parte de la gran obra, he optado simplificar mi columna a una crónica del instante en un 11 de septiembre de mis 17 años en que coincidió con un suceso más espiritual que banal: estar frente a la naturaleza como la gran mensajera.

Para ello, debo decir que días antes había terminado de leer la obra de quien considero es el personaje con el que más me identifico y por ello, del que tengo en la lista número uno de obras escritas: Nezahualcóyotl, el señor texcocano que, según palabras de Sócrates, puede decirse que fue un “rey filósofo” de nuestras tierras mexicanas.

Él fue distinto a los otros mandatarios de Mesoamérica, creador de grandes obras como los acueductos y las espléndidas edificaciones, formalizando reglamentos que daban igualdad entre los pobladores, con enseñanzas educativas y valores éticos , así como espirituales que permitieron tiempos de conciliación y armonía bajo su mando y después de él.

Nezahualcóyotl había encontrado la sabiduría en gobernar, básicamente por los achaques en su vida: siendo el legítimo heredero, fue perseguido desde la niñez para impedir que llegara a ser el sucesor, teniendo que vivir de las formas más humildes entre el pueblo, hasta que, por él mismo y el don de llenar los corazones de quienes se encontraba en el andar, logró desde la base hacerse del trono y gobernar con justicia.

Fue hábil en la estrategia militar, en las ciencias, entre muchas otras áreas, pero especialmente era virtuoso en las letras, al grado de conocérsele como el rey poeta, en que su pluma reflejaba una forma de pensamiento humanista y una alta espiritualidad con algo que él llamaba dentro de sus oraciones como Ometéotl: un Dios único.

Cuando su libro cayó en mis manos porque fue una cosa de la causalidad entre librerías de Donceles, peculiares por su olor a antiguo y con gatos como huéspedes fijos entre las hojas, tratando de buscar una obra de otra materia, lo encontré en una pila que accidentalmente tiré y doblé varias de sus hojas por el movimiento de la caída, a lo que el librero me vio con ojos de si pensaba dejarlo ahí cuando ya había afectado su interior, por lo que terminé comprándolo junto a cinco libros más.

Una vez en casa, le di una hojeada primero a las hojas dañadas, y justo coincidió en dos de sus grandes poemas: flor y canto, y Ometéotl, a partir de ahí no lo dejé hasta que lo terminé.

Para ese 11 de septiembre en una noche como esta, con una luna a la mitad, me encontraba en el silencio del Iztaccíhuatl, -la dama blanca-, después de una subida extenuante con el frío calando mis huesos, en estado de vigilia pleno, porque más allá de las dificultades para dormir, la mente estaba alerta ya que no hay casa o autoridad que te proteja de las leyes de la naturaleza, la cual, puede ser benevolente o muy cruel.

Opté por sentarme y contemplar. Dejé atrás todo pensamiento cotidiano que estaba repleto de preocupaciones familiares, escolares, laborales y personales; solo escuché y observé. Sentí el aroma del rocío, el viento tocando mi piel; oía ruidos hasta que se convirtieron en armonías como una orquesta que tocaba una melodía desconocida con un mensaje oculto y observaba el movimiento de las hojas, de los habitantes nocturnos y del cielo profundo con estrellas más lúcidas que en la contaminada ciudad.

Todo era contemplación, hasta que, en un estado de vacuidad, sentí el presente, como un congelamiento del tiempo que iba en cámara lenta, en que percibía el latido de mi corazón y de la naturaleza y, fue ahí que aprecié, -como la primera chispa que enciende la fogata-, lo que representaba aquellas letras de Nezahualcóyotl.

Pasaron por un segundo, multitud de pensamientos que consideraba sobre cuántos habían pisado el mismo lugar, de si en otro bosque de allá, el rey poeta vio lo mismo y de quién era yo como un ser más, como las gotas en el océano que forman parte de algo más grande. Nada y todo a la vez.

Y de ahí, el pensamiento se trasladó a la duda de si es tan efímera nuestra existencia, ¿qué papel quería jugar en ella?: el dolor es momentáneo, los placeres también, pero la sensibilidad y el ser, trascienden el tiempo y en el espacio, haciéndose eterno en lo terreno a través del acto.

¿Qué obra puede surgir de mi pensamiento y voluntad? No podía controlar mis ganas de ya ver consolidada esa obra que por un segundo pasó en mi mente que pudiera ser mi vida, mi México y mi mundo.

Ahora a mis casi 32 años de edad, sigue ese rumbo y la absorción de ese instante, el flashazo de esas escenas del futuro son los que construyen ese camino al andar.

Un tata de un lugar llamado los Ladrillos en el Estado de México, sitio humilde, pero de amoroso pueblo, me lo dijo tiempo después que fuimos a apoyar en la construcción de la comunidad: niña en tus ojos se ve el brillo de algo que todavía no existe, no lo dejes, porque será el brillo que contagies en el corazón de quienes te sigan.

Curiosamente ese sitio dice ser uno de los caminos que Juan Diego Cuauhtlatoatzin pasó para llevar la revelación de la Virgen de Guadalupe, que terminó hoy en la denominada Basílica y digo que es curioso, porque debo revelar que en un gusto personal, el 9, o sea hace dos días, me nació ir espacialmente al Pocito, el lugar en que se dice surgió un pozo milagroso, en que ahora no me encontré a un Tata, sino a mí misma ratificando mi propia palabra y la promesa a mucha gente que ha creído en ese instante de un futuro mejor.

Ese segundo en el bosque de la mujer dormida, fue infinito, atemporal y lo llevo como un sello para toda mi vida. Y para finalizar mi viaje, en mi cumpleaños del 12 de septiembre en esa época, fue coronado con una hermosa puesta de sol que me dijo mucho que solo yo me guardo porque hay sensaciones que no tienen palabras para describirlas.

Veremos qué depara el mañana y ya será el próximo miércoles que retome la historia de los años claves para construir la persona que tienen de frente y para el futuro.

Hermosa noche lectores.

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