Por Dora Isa González
Hoy en mi terapia aprendí algo que me cayó como balde de agua fría (y no de esa que sale con presión en la Benito Juárez): nada de lo que vivimos como jóvenes chilangos es normal, pero nos lo vendieron como si fuera parte del “costo emocional de vivir en esta ciudad”.
Llegué a la sesión con esa mezcla de risa-nerviosa-quiero-llorar-pero-primero-un-cafecito. Ya sabes: la emoción de sobrevivir otra semana pagando renta, transporte, comida, terapia, y el paquete completo de “ser adulto joven en CDMX”. Le conté a mi terapeuta que me había gastado 160 pesos en un día “austero”: dos viajes de Metro, un café triste, una torta apurada y una pastilla para el estrés. Me dijo: “¿Te das cuenta de que vives en hipervigilancia económica constante?” Y ahí fue donde pensé: ¿y quién no?
Porque lo que estamos viviendo no es ansiedad individual, es ansiedad estructural. Es el estrés que provoca vivir en una ciudad donde la vida cotidiana cuesta más de lo que ganamos. Según datos recientes, una persona joven necesita entre $20,000 y $22,000 mensuales para apenas cubrir lo básico en CDMX, y en algunos escenarios hasta $36,900. Si lo dividimos, hablamos de $667 a $1,230 diarios solo para no desarmarse en plena semana. Y mientras tanto, los salarios formales de la capital rondan los $6,400 al mes. ¿La matemática emocional? No cuadra.
Y esa brecha entre lo que cuesta vivir y lo que ganamos se nos mete al cuerpo: hombros tensos, sueño intermitente, hambre rara, nudo constante en el pecho y esa sensación de que “algo se nos está escapando”. En terapia lo nombramos: estrés crónico urbano, gasolina de esta generación.
Pero no somos casos aislados. A nivel México, el 30% de jóvenes declara síntomas persistentes de ansiedad y depresión. A nivel internacional, países como Corea del Sur, Japón y Reino Unido reportan cifras similares entre juventudes precarizadas, donde lo económico y lo emocional ya no se pueden separar. Y no, tampoco es normal allá. Solo lo normalizaron antes.
En la Ciudad de México, además, nos falta lo que muchos terapeutas llaman “tejido social de contención”: comunidad, tiempo libre, espacios seguros, convivencia barrial real. Nos quedamos solos, aun rodeados de miles. Salimos de casa con la misma distancia con la que caminamos entre desconocidos en el Metro: tratando de no estorbar, de no molestar, de no ocupar demasiado espacio.
La paradoja es que la ciudad más ruidosa del país también es la que más nos empuja a encerrarnos: en nuestra casa, en nuestros audífonos, en nuestras preocupaciones. No porque queramos, sino porque afuera todo está caro, saturado, estresante. Y adentro, por lo menos, podemos respirar dos segundos sin que la realidad nos cobre.
Lo que aprendí hoy es que no es normal que la salud mental de toda una generación dependa de si llega o no la quincena. No es normal que nuestra estabilidad emocional esté atada a si subió la tortilla, si alcanzó para terapia, si nos pusieron horas extras sin pagarlas. No es normal que la mitad de nuestro burnout provenga de intentar mantener una vida digna con salarios que no respetan nuestro tiempo, trabajo o educación.
Y no es normal que la política siga actuando como si el bienestar emocional fuera un lujo. En ciudades como Barcelona, Montevideo, Berlín o Toronto, ya entendieron que la salud mental no se atiende solo en consultas: se atiende en políticas públicas. ¿Cómo?
- Reducción de jornadas laborales sin bajar salarios (España, Alemania).
- Acceso universal a servicios psicológicos básicos (Chile, Costa Rica).
- Subsidios a renta para jóvenes (Francia, Países Bajos).
- Programas de barrio para reconstruir tejido comunitario: centros culturales, clubes vecinales, espacios creativos, deporte accesible (Canadá, Uruguay).
¿Resultado? Menos ansiedad, menos estrés financiero, más tiempo para vivir, no solo para sobrevivir. Más barrio, menos soledad.
La Ciudad de México podría hacer lo mismo si quisiera dejar de maquillar las cifras y mirar a quienes sostiene la economía informal, el transporte, el comercio, los cuidados y los trabajos mal pagados: nuestra generación.
Lo que aprendí en mi terapia —y ojalá lo aprendiera la política— es que la salud mental sí es un tema público, no solo personal. No es normal vivir así. No es normal estar tensos todo el tiempo. No es normal que te duela la espalda por precariedad y no por ejercicio. No es normal que un joven tenga que elegir entre pagar renta, comer o atender su ansiedad.
Lo normal —lo verdaderamente humano— sería que esta ciudad nos diera espacio para respirar, tiempo para cuidarnos y condiciones para vivir sin miedo a la quincena.
Y hasta que eso no pase, seguiremos necesitando terapia. Pero también necesitaremos algo más grande: una ciudad que entienda que cuidarnos la mente no es un privilegio, es un derecho.
