Por Dora Isa González Ayala
Participar en la vida democrática de México se siente como caer en un reality show donde ni concursaste, ni firmaste nada, ni te peinaste para salir en televisión… y aun así te eliminaron en la primera ronda. Sin aviso, sin razón, sin haber tenido siquiera un espacio para decir “oye, yo también”. Las juventudes chilangas lo saben bien: mientras sobreviven a jornadas laborales interminables, trayectos que se comen medio día, rentas que son insulto y ansiedad que se vuelve rutina, alguien allá arriba sigue repitiendo la misma frase falsa de siempre: “a la juventud se le consultó”.
¿A poco te tomaron en cuenta? ¿Te llegó la invitación? ¿Alguien te preguntó qué ciudad quieres, cómo sientes el futuro, qué demandas hoy para no quebrarte mañana?
Porque las decisiones importantes del país, desde la reforma del agua hasta las audiencias legislativas (con muy honrosas excepciones) sobre derechos, movilidad o seguridad, siguen ocurriendo entre las mismas cuantas manos, los mismos apellidos de siempre, los mismos expertos que solo conocen nuestras colonias cuando pasan en coche rumbo al aeropuerto. Se habla de “consulta”, pero en realidad son círculos cerrados donde nadie de 20, 25 o 30 años puede entrar sin apellido ilustre, sin padrino político, sin contactos. Y cuando por fin ponen a una persona joven en la mesa, ya sabes cómo es: la foto, el cargo honorífico y cero capacidad de decisión. Juventud decorativa, pero no deliberativa.
Y aun así, lo más absurdo es que la falta de participación no es culpa de la juventud: es consecuencia directa de un sistema que nunca les pensó espacio ni tiempo. México tiene más de 31 millones de jóvenes entre 15 y 29 años, pero menos del 14% participa en procesos cívicos formales, no porque no les interese, sino porque el 63% trabaja más de 48 horas a la semana, uno de cada tres ya está en doble chamba o freelance, y más de la mitad en la CDMX ni siquiera tiene seguridad social. ¿Cómo quieres que participen cuando la democracia exige lo que el mercado laboral les quita? Tiempo libre, energía emocional, disponibilidad, recursos para transportarse. Aquí la democracia no se garantiza: se paga, y la mayoría ya no alcanza ni para la renta, menos para la asistencia a un cabildo.
Mientras en Islandia, Portugal o Nueva Zelanda los gobiernos locales reducen cargas laborales, abren consejos ciudadanos vinculantes, impulsan asambleas remuneradas y crean presupuestos participativos juveniles, en México seguimos creyendo que participación es llenar un auditorio con jóvenes de playera partidista o grabar un TikTok con frases motivacionales que nadie pidió. La diferencia entre un modelo y otro es profunda: allá se valora la voz; aquí se administra la presencia.
Y eso también se refleja en las calles. Las marchas que deberían ser espacios de expresión popular siguen teñidas de élites que hablan como si representaran a todo el país. La banda joven es la que carga los carteles, camina bajo el sol, organiza colectas, genera contenido, amplifica denuncias. Pero cuando se trata de decidir el rumbo, siempre aparece alguien que jamás ha tomado el Metro a las 6 de la mañana diciendo que “él encarna la voz de las juventudes”. Hay causas donde la narrativa se volvió tan exclusiva que el barrio se siente espectador de su propia lucha.
Es que el sistema parece diseñado para que la juventud empiece desde la eliminación automática. Si trabajas, no participas; si participas, te atrasas; si te atrasas, pierdes oportunidades; si exiges derechos, te dicen que “no es tu momento”. La saturación laboral y el agotamiento emocional son mecanismos silenciosos de exclusión política. No son fallas: son parte del orden de unos cuantos.
Entonces, ¿qué se puede hacer cuando el sistema te deja fuera desde antes de comenzar? Lo primero es cambiar las reglas, no culpar a quienes no tienen cómo jugar. Una democracia auténtica tendría Consejos de Barrio Joven con voto real sobre presupuesto, espacio público, cultura y seguridad; tendría un Presupuesto Participativo Juvenil para proyectos de movilidad segura, salud mental comunitaria y empleo creativo; tendría ajustes obligatorios de horarios laborales para estudiantes y jóvenes en actividad cívica, como en Francia o Alemania; y tendría Parlamentos Juveniles permanentes, con seguimiento legislativo garantizado, no competencias simbólicas. Y sí, un programa real de vivienda joven, como el coreano, que reconoce que no se puede participar políticamente cuando se vive con miedo constante a ser desalojado o a que suba la renta.
Todo esto puede sonar ambicioso, pero en realidad es simplemente justo. Y más aún: necesario para que una generación que carga el peso de tres crisis —económica, climática y emocional— pueda construir ciudad, no solo habitarla en modo supervivencia. Yo dispuesta a ver si posibilidad ¿quién más?, ¿qué perdemos si estamos desde cero?
Y las ironías proféticas, para que recuerden…
En 2006, -alguien de sabiduría comprobada no solo por sus canas, en un 2021 me contó-: que empezó a intuir que el país se movía hacia una alternancia cuando observó a ciertos personajes que —años después, en 2018— llegarían al poder. En ese entonces eran figuras que trabajaban territorio día y noche, que estudiaban sin descanso, que no se cansaban de construir estructura mientras parecían invisibles para la clase gobernante. Cuando él le comentó a quienes tenían el poder si debían preocuparse por ese grupo que avanzaba sin prisa pero sin pausa, recibió la típica respuesta que antecede a los grandes errores históricos: “No pasa nada, no tienen cabida, no van a llegar.” La ironía ya la conocemos: llegaron, y llegaron arrasando. No por magia, sino porque nadie los tomó en serio hasta que ya era demasiado tarde.
Y lo verdaderamente irónico —casi poético, casi inevitable— es que hoy, desde el poder, se repite exactamente la misma mirada de subestimación hacia otros actores políticos que están haciendo lo que aquellos hicieron entonces: caminar, estudiar, tejer, persistir. El ciclo se replica con una precisión que asusta: quienes fueron ignorados ahora ignoran, quienes fueron minimizados ahora minimizan, y quienes alguna vez irrumpieron como fuerza inesperada hoy no perciben que una nueva fuerza se está formando bajo sus pies. Así funcionan las eras políticas: nacen despacio, se anuncian suave, y cuando por fin llegan, lo hacen como un sol que se abre paso o como un águila que aparece en el horizonte sin pedir permiso.
Debo aclarar, nada personal, a quien le quede el saco… porque hay figuras siempre respetables y congruentes, además, no hay que nublarse la vista, si cuando se de esta profecía, los que son congruentes, que tienen una trinchera ahora, podrán estar en la misma que la nuestra mañana. ¡Claro! Solo si se da seguimiento a un proyecto naciente de ese México que deseamos y apuesten por el cambio de mejores realidades. ¿Queda claro que soy del grupo marchando a lo venidero sin descansar hoy y nunca?
Soy joven dispuesta a luchar y cargar con las generaciones más tempranas, para tener una vejez con conciencia plena y satisfecha por dejarlo todo en ese mejor horizonte.
Por eso lo digo sin temblar: estos tiempos ya traen profecía propia. Una que no escribe la élite, sino la calle. Una que no se anuncia en conferencias, sino en la mirada cansada pero firme de quienes ya entendimos que sobrevivir o normalizar no basta. Poco a poco, silenciosamente, estamos creciendo. Y esta vez no venimos a pedir lugar, venimos a tomarlo.
Cuando eso sucede, no hay hechizo, cálculo ni cúpula que pueda detener el vuelo.
