Fuente: El Faro Luz y Ciencia, lunes 23 de noviembre de 2022, Ciudad de México
Por: Miguel Cabrera
Son diversas las extrapolaciones en el ámbito de la ciencia y la geopolítica que logran derivarse de los debates de la filosofía clásica. De su gran calado se han formado la realidad tal como la conocemos, aunque no es menor lo invisible de los mismos para la gran audiencia. Más difusión de la filosofía y la ciencia es necesaria. Pues bien, en el segundo artículo de su serie de cinco dedicadas a los fundamentos del orden internacional desde una perspectiva profunda, el canadiense Matthew Ehret continúa el desarrollo de la antítesis de pensamiento y praxis que se deriva de los postulados de Aristóteles contra Platón, tal como aquí los hemos referido previamente.
En esencia podría resumirse la hipótesis del analista a la concepción que Occidente y el pensamiento occidental han negado en su devenir modernista todo aquello que no provenga de los sentidos, proyectando de ese modo la idea de un materialismo radical que niega los matices y las sutilezas a través de generalizaciones científicas (y por tanto políticas) desproporcionadas y no acordes al pluralismo de lo real en que cada expresión discordante puede ser válida en otro contexto. Ello da origen al colonialismo y a sus graves consecuencias en el mundo no alienado a los intereses de una hegemonía central como en su caso lo ha representado la anglósfera.
No es gratuita la crítica al cientifismo británico derivado de las investigaciones de Isaac Newton. Por otra parte debemos recordar que en el ámbito del desarrollo de las ideas filosóficas en Europa siempre hubo un particular encono entre británicos y germanos, el cual perduró y elevó al grado más alto su exasperación en las dos Guerras Mundiales. En filosofía se conoce de ese modo al pensamiento británico como «insular», mientras que al de los franceses o alemanes se le tilda de «continental». Esta es la jerga técnica común para referirse a la ambivalencia de estas dos tradiciones, de antaño contrapuestas o rivales, pero que se originaron en el seno mismo del antiguo pensamiento griego al contraponer lo que podríamos llamar la filosofía del amor de Platón versus la filosofía de los sentidos de Aristóteles, ambas filosofías radicales la una para la otra.
Ehret inicia recordando al filósofo empiricista John Locke (1632 – 1704), quien sigue la veta de pensamiento de Aristóteles en su libro Ensayo sobre el entendimiento humano, volumen de 1689 en el que, en resumidas cuentas, afirma que las ideas se forman en la mente humana exclusivamente a través de cada experiencia nueva, lo cual implica que desde su nacimiento, el pensamiento, en comparación con una hoja en blanco, se escribe «desde cero». La rama de la filosofía que estudia la manera en que el entendimiento científico se forma (aunque en realidad estudia todo tipo de formación de entendimiento) se conoce como teoría del conocimiento o epistemología. A continuación, el autor señala la manera en que Locke, al igual que Aristóteles, defendió la esclavitud. ¿Qué relación puede haber entre la manera en que se forman las ideas desde su nulidad de experiencia y la defensa de la esclavitud? En corto, la respuesta es que para John Locke, y de manera implícita en su modo de pensar pero traslapada el ámbito político, las personas nacen de un modo en una jerarquía social que las obliga a mantenerse en ese status por el resto de su vida. Así, el africano esclavo lo debe ser por siempre; del mismo modo el hindú o el asiático en general. Demostrar esta correlación es el fin de estas breves anotaciones.
De manera contraria, el filósofo y científico alemán Gottfried Leibniz (1646 – 1716) elabora una respuesta a los argumentos materialistas de Locke en su libro Nuevo ensayo sobre el entendimiento humano publicado hacia 1704 y escrito a modo de un diálogo platónico. En él se contrapone a la idea que sólo es posible conocer a través de lo que perciben los sentidos, que es en realidad la quintaesencia del debate, y postula junto con Platón la existencia de ideas que preceden la existencia y que ya se encuentran previamente impresas en la mente o el alma de los individuos, y que los sentidos simplemente recuerdan.
La mente contiene entonces, en el ámbito de este debate, dos principales fuentes para percibir el mundo, si derivamos algunas conclusiones de ello, a saber, el principio de deducción empírica que se relega exclusivamente a lo cuantificable y por tanto verificable según estos parámetros, y por otra parte algo que bien podría denominarse principio de inducción racionalista empírica, pues para los filósofos y científicos de esta corriente el pensamiento en sí mismo ya es una experiencia y un sentido más. Es todo un tema que merece una consideración aparte pero para los racionalistas una cosa es ser y otra existir. Los números así como una mesa, por ejemplo, existen aunque aquellos no tengan necesariamente una corporeidad. De manera semejante, para racionalistas como Leibniz o el mismo René Descartes, un tipo de conocimiento científico no necesita de comprobación empírica por lo que la existencia de este tipo de conocimiento se debe, en esa argumentación, a un orden preestablecido, armonioso y que, eso sí, los sentidos van descubriendo en su progreso de observación del mundo y el cosmos. Esta última manera de pensar es muy típica en el ámbito de la filosofía continental, tal como se le denomina, y muy propia de las escuelas francesa y alemana de filosofía y ciencia. Últimadamente, el universo que concibió Leibniz era necesariamente armonioso aunque no se pudiese comprobar de manera exclusivamente técnica, mientras que el de Newton presupone uno mecánico, ciertamente, pero sin razón de ser y por tanto caótico pues sólo describe su funcionamiento sin aquello que le insufla movimiento, porque aquello que le insufla movimiento no es posible observarlo y por lo tanto permanece como un misterio muy elevado.
Claramente en Occidente se llegó a normalizar el modo británico de hacer ciencia a través de la comprobación fisicalista de las cosas y del mundo, lo que da paso a una reconfiguración del orden social mismo por cuanto, en gran medida, los avances científicos y tecnológicos determinan de manera preponderante el poder de un Estado. El arreglo del orden filosófico al geopolítico según el esquema predispuesto por el debate Leibniz-Newton será explorado en próximas entregas
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Miguel Cabrera (Ciudad de México, 1988) es filósofo, analista multidisciplinario de asuntos internacionales, economía y cultura. Es editor independiente y fundador del proyecto para la promoción de la paz Arcadia México. Es puma de la UNAM.