Hagamos Política, pero con Dignidad

Por: Ildefonso Peña Díaz

Cuando una persona tiene dignidad, tutela sus palabras y sus actos con decoro, es decir, con honor, con espíritu de excelencia moral, respetando al prójimo y a sí mismo; como en su momento Buda lo predicada en la nostalgia de la higuera, Cristo lo hacía en la penumbra de la cruz y Don Alonso Quijano lo ennoblecía con el filo enmohecido de su espada.

En México en los últimos días y desde la llegada del actual Ejecutivo Federal a la presidencia de nuestro país, hemos asistido a una audaz ofensiva contra la corrupción, un temerario embate jurídico y administrativo, que se manifestó en una procesión nomotética, interminable e inusitada de descomposición y putrefacción política de los gobiernos neoliberales que presidieron con anterioridad. El escandaloso saqueo de las arcas públicas por parte de esos falsos gobernantes, es un signo más evidente de una falta absoluta de dignidad política personal, pero también social, y claro está, además de un desprecio casi despótico del interés general de la colectividad por parte de quienes administraron los recursos públicos.

El ejercicio de la política, es ciertamente, un acto voluntario y estrictamente individual, que requiere de una verdadera vocación de servicio, y que, además, demanda privilegiar el interés de la patria sobre el interés particular. Por eso, resulta necesario enaltecer a la política sobre un cúmulo demasiado amplio de actividades humanas, pues tenemos que colocarla a la par de la dignidad, y como alfa y omega del desarrollo de los pueblos y de las naciones del mundo.

Hoy por hoy, pese al sublime ejemplo del ejecutivo federal, los principales actores políticos de los tres niveles de gobierno, aún en una gran parte, no se atreven a pensar en el bienestar general y el progreso real de los ciudadanos; porque a veces sus aspiraciones personales, sólo les permiten dimensionar su bienestar particular y su seguridad financiera y enquistarse en el poder a toda costa, pese a no contar con las herramientas intelectuales, estratégicas y culturales suficientes para delinear el desarrollo general, ni ostentan la máxima aspiración social, que es la vocación de servicio público, en quienes dirigen los destinos de nuestro país, nuestras entidades federativas y en las células gubernamentales más cercanas al ciudadano, que son los municipios.

Un político, por lo tanto, es un hombre público que ante todo, se debe a la patria, aun antes que a su familia y lo mínimo que se le puede requerir es que, si carece de talento, cultura, competitividad y entendimiento, al menos se conduzca con decoro, porque la política más que una profesión es una propensión individual, nacida de un mandamiento popular, pero también es un arte y sobre todo, ímpetu y disposición por servir a nuestros semejantes y por lo tanto, ontológicamente es un deber y no un oficio; es además una altísima responsabilidad a favor del prójimo y no una garantía para ignaros, que solo buscan un sueldo seguro, menos aún un abrigo para holgazanes o un subterfugio para cleptómanos. Y esto deberíamos tenerlo muy presente de cara a las próximas elecciones de este año, dado que los mexicanos y los mexiquenses llevamos en nuestras manos un filtro político accesible a todos, el derecho al voto, que es la mejor forma de ejercer la democracia y además el mejor perfil para honrar a nuestra dignidad humana en el sentido social, a la hora de elegir a nuestros representantes populares, o de una vez condenarlos al ostracismo gubernamental.

La política indudablemente es un elemento necesario en todo Estado de derecho, y forzosamente para su ejercicio debe contar con representantes populares, es decir, es imposible la vida social sin una política institucionalizada, pero es menester dignificarla y ennoblecerla, haciendo que quienes la ejerzan tengan una verdadera aptitud de servir y escuchar a sus semejantes o por lo menos, calidad moral para ejecutar las ordenanzas populares.

Pienso que la izquierda mexicana es merecedora de una oportunidad, pero deseo que esa encrucijada anteponga la responsabilidad y la esperanza de todo un pueblo para crear un verdadera revolución administrativa, social y cultural.

El individuo o el ciudadano entendido como tal, es el centro de la acción política de todo Estado-nación y desde luego de todo pretendiente a ocupar un cargo de elección popular, y no hablo del individuo entendido como género, si no del individuo revestido de sus singularidades existenciales, que lo convierten en algo único e  irrepetible, a él, a quien va encaminada la campaña política, a quien se ofertan desde lápices y lapiceros con ridículas leyendas políticas publicitarias, pasando por curiosos y grotescos objetos, hasta fuertes cantidades de dinero en efectivo; el centro de atención para todo imagólogo o publicista experimentado, y es a quien necesariamente, habría en primer término que educar en una nueva forma de hacer y percibir toda tarea política. Con esto quiero decir que tenemos que enseñar a nuestros hijos y a nuestros semejantes que vale más en política un erudito, que un mercader; que hacen falta más estadistas y menos leguleyos, y que de nada sirve un empresario electoral frente a un ciudadano con visión de gobernante, a la hora de hilar estrategias en el tejido social.

Tenemos que excluir a mercenarios y polizontes de la política, que, con sobras, pretenden conseguir voluntades, para ocultar sus deficiencias político-intelectuales; debemos extirpar a los parásitos y a los sicarios partidistas que buscan el abrigo seguro del tesoro público y que creen en el adagio estulto de que “vivir fuera del presupuesto es vivir en el error”.  

Dan lástima aquellos, que carentes de cultura, sólo ofertan unas mezquinas despensas al electorado; o aquellos que huérfanos de vocación de servicio sólo son capaces de ostentar simuladas y ridículas promesas; más aún aquellos que faltos de oficio político, se enfundan en la soberbia de su carácter; y que decir de esos otros que privados del arte oratorio, tienen que suplir lo chaparro de sus ideas con un séquito de múltiples asesores vanidosos.

Si no podemos elegir a los mejores, amigos míos, al menos como quería el benemérito, dejemos libre nuestro derecho para que otros, más valientes, más fuertes o más decididos que nosotros, lo hagan valer y puedan reivindicarlo algún día.

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