Llegué al pueblo fantasma |Navegantes Literarios

Autor: Manuel Arduino Pavón.

Segundo capítulo de la novela corta: “Oscuro y Fantasmático”.

LLEGUÉ AL PUEBLO FANTASMA

Llegué al pueblo fantasma en las sierras. Una fugacidad después de la pálida lluvia, una cápsula de eternidad después de los barrancos y de las botas embarradas.

Todo salió a recibirme, nadie.

Unas casas bajas y sucias, una calle como una vena suelta. Un eco de ajenos ladridos de ajenos perros, de ajenos cancerberos, sólo aliento después o antes del halo de la luna.

Imaginé un hombre gordo y pequeño allí adelante.

Imaginé que me saludaba con efusión.

-Hoy es noche de lobizón, entremos a la casa.

Imaginé que me servía un vaso de aguardiente y unos trozos de queso y de pan.

Comimos. Hablamos vagamente.

Me acomodó unas cobijas sobre el heno. Me previno de que esa noche vendría el lobizón.

Encendió la tenue luz de una vela.

Sólo asomaban unas espantadas sombras desde el exterior.

Unas sombras y un rumor a mar, a tempestad: en algún punto del viento el abismo no terminaba de escampar.

Tenía por almohada una bolsa de excremento seco.

El hombre no hacía ruido. Seguramente quería que yo me durmiera, que despertara más tarde en la noche para darle caza al lobizón.

Si hubiera una majada cerca –me dijo- sería más fácil para mí distraer la atención de la bestia.  Bastaría con dirigirla al pueblo, con abrir las puertas de los corazones.

Pero yo no conocía ese pueblo lo suficiente, nadie conoce el pueblo donde vive, nadie conocerá jamás los seres que viven en su proximidad. Es imposible contar con que la vida disponga de una majada lista para servir de señuelo y embaucar al lobizón.

¿Peces voladores? No podrían llegar muy lejos, el rugido del mar era un enigma medular en esas sierras, y los ciudadanos que poblaban las chatas alturas de la zona, con seguridad carecían de dispositivos o de armas que les permitieran saltar sobre el fatal intruso –como los peces voladores- o al menos entretenerlo mientras uno huye a campo traviesa en busca del mar.

¿Qué me había querido comunicar en verdad el pequeño y gordo hombre imaginario con su referencia a una noche de lobizones?

¿Me estaba tratando de intimidar para que el intruso –yo mismo- se alejara de un pueblo marginado de los mares, lejos de toda posible gestación, en el confín de las cosas que ya se han dejado de celebrar?

Con seguridad jamás podría dormirme en la improvisada cama de paja y la sombra que entraba por las ventanas abiertas ensordecía mis oídos con su rugido negro y afectado.

Un dolor punzante en la cervical comenzó a alertarme sobre la inconveniencia de mi posición sobre la paja crujiente.

En realidad yo no sabía si esa era la noche o si yo deseaba furtivamente que lo fuera. Todo extraño y oscuro, nadie.

Las ventanas de la casa no tenían cortinas ni cerramientos de seguridad, la única puerta comunicaba con una promiscua y sucia oscuridad.

Quizás dispuse las cosas de tal manera en mi mente que me encontré de improviso en la calle del pueblo, solo, solo y orgullosamente desolado, oteando la indefinible distancia.

No habría un encuentro cercano con el lobizón de la luna llena: en el cielo sólo asomaban estrellas tímidas y apagadas.

Había un escalofrío, un depredador, una bestia de helar la sangre sólo en el damero del corazón. Sería devorado por la ansiedad de morir, por el costado patético de la condición humana, pero no habría jamás un lobizón.

Traté de impresionar al hombre pequeño y gordo llamándolo desde el marco de la puerta de la casa chata y sucia.

Solo con el viento y con una sonrisa de desdén.

Él se puso a gritar:

-¡Venga! ¡Entre! ¡Ya está por llegar!

Me acerqué lentamente a él, casi desafiándolo, desafiando su seguridad aterradora.

-¡Rápido! ¡Apúrese!

Entramos. Nos sentamos a la mesa.

Antes, el pequeño hombre gordo imaginario había cerrado la puerta y había encendido dos velas negras.

La luz de una mortaja más, de una lágrima replicada.

Me sirvió más aguardiente, pan y queso.

Yo tenía las mismas provisiones en el morral.

Compartimos la mesa.

Era efectivamente una noche, una noche rastrera, fría y rastrera.

-Cuesta acostumbrarse a la idea de que somos nada más que esto.

El pequeño hombre gordo me hablaba con morosidad, quizás imaginaba secretamente que se habría de producir un milagro.

-Un poco de vapor, una viruta al aire, esto.

Apuramos el aguardiente una y otra vez. Una rara sed, incolora y estúpida, me hacía beber casi con desesperación. Parecía que estuviéramos muertos y bebiendo por la extinción de nuestros recuerdos.

-Uno se adapta, con el tiempo uno se adapta y cuando ya está adaptado llega la noche del lobizón y se corre el riesgo de perderlo todo. De perder lo más importante, todo lo que se perdió. De perder ese olvido que lo constituye a uno, la memoria en fuga, las ideas rotas, el tiempo desarmado.

Le dije a mi manera, con mi propio lenguaje citadino, que era preciso en todo caso una luna llena, que incluso los gatos la extrañaban todo el mes hasta que se restauraba el imperio en los cielos.

El pequeño hombre gordo cortó más pan y más queso y los compartió conmigo.

-Cuando no se puede, no se puede. No hay caso. No sirven de nada las razones: contra la noche del lobizón ni la luna ausente ni el miedo a que las cosas ocurran pueden hacer nada. Es algo fatal.

El fuerte sabor del queso casi duro me daba mucha sed, pero nada podía disminuir el fuego de ese queso, nada de la eximia realidad de los quesos blandos y suaves que estaban por todas partes en el mundo. Una realidad solitaria y vacía.

Recordaba la muerte de un ratón bajo la mesa de la pensión en la ciudad sin que yo me ocupara de los arreglos del entierro. Recuerdo por sobre todo aquel queso que sobrevivió en mi compañía una navidad desierta.

El pequeño hombre gordo se puso de pie de un salto:

-¿No lo oye? ¡Es él! Viene por mí, por nosotros.

Con aire de gran determinación enfiló hacia la puerta. La abrió y salió a la noche, a presentarse ante el lobizón, ante su propio lobizón.

Yo también me puse de pie y me dirigí a la puerta de la casa vacía.

Era una noche de perros, muy fría y muy oscura, sin luna en el cielo, con pálidas estrellas, sin sorpresas ni semifusas. Una noche eterna.

Leer: Primer Capítulo: Lejos quedó la costa


Manuel Arduino Pavón
Twitter: @arduinopavn

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